La vida plena en la propuesta de Jesús
VII Encuentro Continental de Teología India
“SUMAK KAWSAY Y VIDA PLENA”
Diócesis de Latacunga, Cantón Pujilí, Provincia de
Cotopaxi, Ecuador
14 – 18 de octubre del 2013.
1.
Carne y cultura
Nos
preguntamos si la Biblia cristiana, particularmente la tradición de Jesús en
los evangelios sinópticos, tiene una propuesta de “buen vivir” que pueda entrar
en diálogo con las propuestas de otras culturas originarias. Permítanme
comenzar con una cita. Se trata de unas palabras de Tertuliano, un abuelo de
los primeros siglos del cristianismo. Decía Tertuliano en su lengua original,
el latín: CARO CARDO SALUTIS, es decir, LA CARNE ES EL CORAZÓN DE LA SALVACIÓN.
Se refería Tertuliano al misterio de la encarnación, afirmando que la carne (de
Cristo) es el quicio, el medio indispensable, el vehículo escogido por Dios
para que la salvación llegara a la humanidad. Si, desde la perspectiva
cristiana, el misterio de la encarnación es la puerta de entrada adecuada para
entender cómo quiere Dios relacionarse con nosotros y salvarnos, entonces
conocer y seguir a Jesucristo constituye el corazón mismo de nuestra religión.
Tenemos, sin
embargo, que enfrentarnos con dos dificultades. La primera la hemos descubierto
en este largo caminar de la teología india en nuestro continente. Durante mucho
tiempo la carne de Cristo ha sido interpretada desde una perspectiva
esencialista. Decimos en el credo, usando palabras de los siglos III y IV, que
Jesucristo es verdadero hombre porque asumió la naturaleza humana. Esta
proclamación es el punto de partida para comprender la realidad de la
encarnación, pero está muy lejos de ser el punto de llegada. Ahora entendemos
mejor, gracias a la palabra de las teólogas y teólogos indios, que la
encarnación no es solamente asunto de la naturaleza humana de Cristo, sino de
la cultura en la que nació y creció. La naturaleza humana no se da en
abstracto. No hay seres humanos así, en general. Lo que hay son hombres y
mujeres, blancos y negros, asiáticos y americanos, gente del campo y gente de
la ciudad, jóvenes y ancianos… es decir, que la naturaleza humana se encuentra
siempre circundada por una cultura. Si no fuera atrevido, parafrasearíamos a
Tertuliano diciendo: CARO (ET CULTURA) CARDO SALUTIS.
La segunda
dificultad estriba en que nosotros no tenemos acceso directo a la persona de
Jesús, sino que lo experimentamos a través de mediaciones: la palabra antigua
registrada en los evangelios y los ritos con que reconocemos su presencia entre
nosotros. Intentaré en esta exposición tener en cuenta estas dos dificultades,
para no resbalar en ninguna de ellas.
No somos la
única religión que tiene textos sagrados, de manera que podemos espejarnos en
otras tradiciones. Los musulmanes, por ejemplo, tienen El Corán. La tendencia
más radical entre los musulmanes es convertir el texto sagrado en ley. La vida
entera se organizaría en torno a los preceptos contenidos en el texto. No todas
las corrientes musulmanas están de acuerdo, por supuesto, en esta aplicación
del texto coránico a rajatabla. La sharia
ha dado lugar a las monarquías o repúblicas islámicas, pero el costo en
salvaguarda de las libertades es lo suficientemente alto para no convertirlo en
una experiencia digna de imitación. Imagínense ustedes a los judíos actuales queriendo
aplicar como ley común para todos los habitantes del Estado de Israel algunas
de las prescripciones del Antiguo Testamento… nos parece algo impensable.
Una primera
observación se refiere a la concepción distinta que tenemos de revelación. A
diferencia de la religión musulmana, que considera el texto sagrado como una
especie de dictado directo que utiliza al hagiógrafo solamente como un conducto
mecánico, nuestro concepto de revelación parte de la noción teológica de
‘encarnación’, o como dijera hermosamente el Concilio Vaticano II, Dios,
“movido de amor, habla a los seres humanos como amigos, trata con ellos para
invitarlos y recibirlos en su compañía”[1].
La Palabra, con mayúscula, se transmite a través de palabras con minúscula. La
iglesia ha confesado siempre, y va entendiendo cada vez mejor, que la Biblia es
una obra al mismo tiempo divina que humana, y que la revelación de Dios llega a
nosotros a partir de un arduo trabajo de escritura, recolección, redacción de
los autores y de las comunidades a las que éstos servían. Aplicando a las
Escrituras una expresión del Concilio Vaticano II sobre el misterio de la
iglesia, podríamos parafrasear que aquellas tienen “una notable analogía con el
misterio del Verbo Encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al
Verbo de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo
semejante las palabras humanas (historia, cultura, geografía) sirven al
Espíritu Santo, que las vivifica, para la transmisión de las verdades
reveladas”[2].
Esto tiene
mucha importancia para saber si la Biblia tiene una propuesta de “buen vivir”.
Esta propuesta no habrá que buscarla sólo ni principalmente en la letra del
texto, sino en el espíritu que lo recorre, en el mensaje salvífico que
transmite. Esto cobra relevancia especial cuando hablamos de la Biblia
cristiana y no sólo de la judía, porque el Primer Testamento, con todo y su
dimensión reveladora, es para nosotros sólo una introducción para la revelación
definitiva que se realiza en la persona de Jesús, el hijo querido del Padre. Él
es la Palabra hecha carne (Jn 1,14) y “lleva a plenitud toda la revelación y la
confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a
una vida eterna”[3].
De cualquier
manera, la pregunta sobre si la Biblia cristiana tiene una propuesta de “buen
vivir” sigue siendo pertinente. Y lo es porque, para escándalo del mundo, en
países mayoritariamente cristianos se experimenta una profunda desigualdad, niveles
de pobreza desgarradores, injusticias y discriminaciones que parecerían
pertenecientes a otra etapa civilizatoria. Un mundo que se desgarra en medio de
estos problemas sociales y se debate entre la muerte de las utopías, las
amenazas del pensamiento único y la disgregación propia del postmodernismo,
necesita de manera urgente una propuesta de “buen vivir” que emerja del
evangelio y se confronte y complemente con las experiencias de “buen vivir” de
otras culturas.
2.
La centralidad del
misterio de Jesús
Para conocer
la propuesta de “buen vivir” que nos ha traído Jesucristo tenemos que mirar
directamente a su persona y sus circunstancias. No es casual que, fuera de
temas específicos de moral sexual con los que tanto tenemos que batallar en las
iglesias cristianas, la fuente de mayor controversia teológica en nuestros días
sea el estudio del Jesús histórico. Y es que el reto sigue siendo hoy el mismo
que el de las generaciones anteriores: hacer de los documentos del Nuevo
Testamento una puerta abierta para el encuentro vivo con Jesucristo. Pero con
el avance de las ciencias exegéticas esto parece complicarse un poco. Tenemos,
pues, que hacer un viaje a partir de los textos con los que contamos, hasta
llegar el corazón del testimonio y mensaje de Jesús, el de Nazaret.
Una buena parte de nuestras ideas acerca
de Jesús, ideas que alimentan nuestra vida cristiana, vienen de reflexiones
desarrolladas durante casi veinte siglos. Pero nos ha hecho falta, muchas
veces, descubrir en los evangelios a Jesús de Nazaret, campesino judío, maestro
itinerante; nos ha hecho falta ver con claridad qué fue lo que su palabra y su
acción provocaron entre la gente de su tiempo, en qué conflictos se metió por
su fidelidad a Dios, cuáles fueron las causas de su condena a muerte. Decir,
por ejemplo, que Cristo murió y resucitó por nuestra salvación, no nos exime de
conocer las causas por las que Jesús fue aprehendido, juzgado y condenado a
muerte. El carácter salvífico de la muerte de Jesús sólo se aprecia en plenitud
si conocemos el entretejido humano, la cultura a la que perteneció y la
conflictividad social que lo condujo a su final violento.
Cuando hablamos de Jesucristo no podemos
olvidar que se trata de un judío, laico, hijo de un artesano, que iba cada
sábado a la sinagoga, que abandonó a su familia para dedicarse a predicar la
llegada del Reino de Dios, rodeándose de hombres y mujeres que lo acompañaban
fascinados por su palabra y su testimonio. Este hombre singular, planteó a la
gente de su tiempo una nueva manera de vivir y de relacionarse con Dios y con
los demás. Se hizo de un grupo de seguidores y seguidoras y mostró, en gestos
concretos, qué era lo que él entendía por Dios, si había o no que cumplir con
la Ley antigua, cuál era el criterio para discernir la voluntad de Dios. Su
manera de vivir (palabras y obras) le granjeó seguidores y enemigos y provocó
una crisis tal en la sociedad judía, que las presiones en su contra se
materializaron en su aprehensión, la realización de un juicio y su condena a
muerte. Esta muerte violenta con la que, al final, fue ejecutado, no se
entiende sin la crisis que su modo de vida y su predicación causaron. Es en
este sentido que muchos teólogos dicen que Jesús no se murió tranquilo, de
vejez, en la cama de un hospital; que es un ajusticiado cuya muerte solo puede
explicarse a partir del conjunto de sus palabras y sus actos concretos.
El deseo de encontrar el núcleo
histórico sobre el que se basa toda la reflexión cristológica que hoy
compartimos los que formamos la iglesia, no es en manera alguna nuevo. Desde
hace ya muchos años que muchos estudiosos de la Biblia han intentado acceder a
Jesús de Nazaret y, a través del evangelio, desentrañar lo esencial de su
mensaje y las causas de su final violento. Nosotros no somos investigadores. Somos
discípulos y discípulas de Jesús que nos hemos comprometido a seguir su camino
desde el marco cultural diverso y plural en el que hemos nacido y crecido. Sin
embargo, no podemos soslayar el reto de conocer la persona de Jesús y
discernir, en lo esencial de su mensaje y de su vida, el criterio último de una
lectura “cristiana” de la Biblia y la propuesta de “buen vivir” que de ella se
derive.
Así pues, partimos de la fe común de la
iglesia que todos profesamos. El misterio de Jesús, muerto y resucitado, es el
centro de nuestra existencia. A partir de esta realidad de fe, nos acercamos a
nuestros documentos fundacionales, a esa síntesis privilegiada, elaborada en
los primeros siglos de la vida cristiana, que es el Nuevo Testamento, y, en el
conjunto del Nuevo Testamento, de manera singular, los evangelios.
3.
Dos aproximaciones
preliminares al “buen vivir” en la vida y predicación de Jesús
No es tan
difícil conocer cuál es la propuesta de “buen vivir” de Jesús. Podrían tomarse
muchos textos distintos (parábolas, disputas de Jesús con los fariseos,
milagros…) para acercarnos a la comprensión del “Reinado de Dios”, categoría
teológica en la que Jesús encerró su propuesta de “buen vivir”. No quiero, sin
embargo, ser exhaustivo. Prefiero partir aquí de dos textos que pueden servir
como sintetizadores de dicha propuesta: la respuesta de Jesús a la averiguación
de Juan el bautista, cautivo en una cárcel de Herodes, que le manda preguntar:
¿Eres tú el que había de venir al mundo o tenemos que esperar a otro? (Lc 7,18-23)
y la parábola de las ovejas y los cabritos, contada hacia el final del
evangelio de san Mateo (Mt 25,31-46).
El primer
texto es un resumen, propuesto por el mismo Jesús, de la significación de su
presencia en el mundo. La pregunta de los seguidores de Juan tiene que ver, de
esto no hay duda, con el Reinado de Dios que Jesús viene anunciando, anuncio
del que ha tenido noticia y que ha desconcertado a Juan Bautista, tan clavado
en la restauración de Israel. Una posible paráfrasis, respetuosa del sentido
del texto, podría ser: “¿Eres tú el que ha de traer ese Reino que anuncias, o
debemos esperar a otro?
La respuesta
de Jesús, más que aclararle a Juan sobre el significado de su misión, es
probable que lo haya sumido en una más amplia confusión. Y es que lo que el
Maestro de Nazaret hace es hacer una lista de situaciones que degradan la
humanidad de quienes las padecen. La lista encierra a los grupos más
desfavorecidos de Israel: ciegos, cojos, leprosos, sordos, muertos y pobres,
seis categorías que subrayan alguna carencia (falta de vista, de movimiento, de
pureza cutánea, de escucha, de vida, de dinero y reconocimiento social). A
estas seis situaciones, sin duda desagradables para el Dios que Jesús predica,
el Maestro coloca una acción liberadora: los ciegos ven, los sordos oyen…
Si, como en
tarea de escuelita bíblica, pusiéramos en nuestro cuaderno las seis carencias
en una columna y, a su derecha, las soluciones que Jesús propone en su
presentación (su propuesta de “buen vivir”, diríamos), nos daríamos cuenta de
que hay un propósito claro en la misión y actividad de Jesús: superar las
carencias a las que hace alusión. Es importante hacer énfasis en esto, porque
el pasaje termina con una exclamación de Jesús que no encuentra fácil
explicación. Al final de su perorata, Jesús les dice a los enviados del
Bautista: “Y dichoso el que no se escandalice de mí” (Lc 7,23). ¿Qué podría
causar escándalo en la recuperación del habla, de la facultad de caminar o de
oír? Pareciera que nada… pero una mirada atenta mostraría que las cinco
primeras categorías reflejan carencias físicas, mientras que la última, quizá
la más explosiva, se refiere a una categoría social: “a los pobres se les
anuncia la Buena Noticia”… ¿cuál es esa buena noticia que se anuncia a los
pobres?
La lógica
del relato se descubre en nuestra representación en columnas: Jesús dice: vayan
y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ya no son más ciegos,
ahora ven. Los cojos ya no son más cojos, ahora caminan. Los leprosos ya no lo
son más, ahora tienen la piel limpia. Los sordos ya no son sordos, sino que
escuchan. Los muertos no lo están más, vuelven a la vida. Los pobres… ¡ya no lo
son más! Ahora viven dignamente. La Buena Noticia para los pobres queda así al
descubierto: es la propuesta de una vida digna y plena. Hay una admirable
armonía en este aspecto de la predicación de Jesús, que concuerda con las
bienaventuranzas, con la parábola de Lázaro y el rico banquetero, con la
expulsión de los demonios de Gerasa… El texto deja en claro cuál es el núcleo
de la propuesta ética de Jesús: vida digna y plena para todos y todas.
Una
confirmación aún más evidente de esta afirmación la encontramos en la parábola
del juicio final, conocida también como la parábola de las ovejas y los
cabritos, exclusiva de la tradición mateana. Pagola dice, a propósito de esta
parábola: “El
criterio para separar a los dos grupos es preciso y claro: unos han reaccionado
con compasión ante los necesitados; los otros han vivido indiferentes a su
sufrimiento. El rey habla de seis situaciones de necesidad, básicas y
fundamentales. No son casos irreales, sino situaciones que todos conocen y que
se dan en todos los pueblos de todos los tiempos. En todas partes hay
hambrientos y sedientos; hay inmigrantes y desnudos; enfermos y encarcelados.
No se dicen en el relato grandes palabras. No se habla de justicia y
solidaridad, sino de comida, de ropa, de algo de beber, de un techo para
resguardarse. No se habla tampoco de «amor», sino de cosas tan concretas como
«dar», «acoger», «visitar», «acudir». Lo decisivo no es un amor teórico, sino
la compasión que ayuda al necesitado”[4].
La verdadera
sorpresa de la parábola, sin embargo, solamente se dará cuando el Juez dicte
sentencia. Ni los que entran a la posesión del Reino ni los que son excluidos
de él entienden por qué el Juez dice “lo que hicieron a mis hermanos más
pequeños, a mí me lo hicieron”. Acostumbrados como estaban, debido a la
predicación de los fariseos, a que la benevolencia de Dios se rige por el
cumplimiento de la ley religiosa, las ovejas y los cabritos se extrañan que la
salvación parezca pasar por otro lado. Es a esto a lo que se refiere Pagola
cuando, con meridiana claridad, propone: “Los que son declarados «benditos del
Padre» no han actuado por motivos religiosos, sino por compasión. No es su
religión ni la adhesión explícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios,
sino su ayuda a los necesitados. El camino que conduce a Dios no pasa
necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión
hacia los «hermanos pequeños». Probablemente, esta escena del «juicio final» no
ha sido presentada así por Jesús. No es su estilo ni su lenguaje. Pero el
mensaje que contiene es, sin ningún género de duda, la conclusión que se extrae
de su mensaje y de toda su actuación. Podemos decir sin temor a equivocarnos
que la «gran revolución religiosa» llevada a cabo por Jesús es haber abierto
otra vía de acceso a Dios distinta de lo sagrado: la ayuda al hermano
necesitado. La religión no tiene el monopolio de la salvación; el camino más
acertado es la ayuda al necesitado. Por él caminan muchos hombres y mujeres que
no han conocido a Jesús”[5].
4.
Las constantes del
mensaje del Reino, paradigmas del “buen vivir”
Trataré ahora, junto con ustedes en esta
exposición, de descubrir en los evangelios sinópticos algunas características
del proyecto de vida plena que Jesús vino a anunciarnos. Haré referencia, no
solamente a las ideas sostenidas por Jesús en su predicación oral, sino a sus
gestos y acciones que encerraban un mensaje para quienes convivían con él. Todo
lo anterior lo haré, claro, teniendo en cuenta que nos topamos, no con
documentos biográficos de comprobable exactitud histórica, sino con relecturas
postpascuales de la persona de Jesús de Nazaret y de su obra, documentos que
reflejan, por tanto, intereses de los escritores y de los destinatarios, todos
ellos cristianos de la primera y segunda generación.
A.
La gloria de Dios es que el ser humano viva
“Lo dicen todas las fuentes. Jesús no
enseña en Galilea una doctrina religiosa para que sus oyentes la aprendan bien.
Anuncia un acontecimiento para que aquellas gentes lo acojan con gozo y con fe.
Nadie ve en él a un maestro dedicado a explicar las tradiciones religiosas de
Israel. Se encuentran con un profeta apasionado por una vida más digna para
todos, que busca con todas sus fuerzas que Dios sea acogido y que su reinado de
justicia y misericordia se vaya extendiendo con alegría. Su objetivo no es
perfeccionar la religión judía, sino contribuir a que se implante cuanto antes
el tan añorado reino de Dios y, con él, la vida, la justicia y la paz”[6].
Para encontrar la voluntad de Dios, es
decir, para serle agradable, para vivir como Dios quiere, los judíos contaban
con la Torá. Los judíos vivían orgullosos de contar con la Torá. Yahvé mismo
había regalado a su pueblo la ley donde se le revelaba lo que debía cumplir
para responder fielmente a su Dios. Cuando hablamos de la Ley, con mayúscula,
nos referimos al Pentateuco. Sabemos el lugar que la Ley ocupaba en la cultura
y la religiosidad judías; era algo así como la instancia aglutinadora que daba
al pueblo su identidad de pueblo elegido y lo convertía en un pueblo diferente
de los demás, un pueblo singular.
Nadie la consideraba una carga pesada,
sino un regalo que les ayudaba a vivir una vida digna de su Alianza con Dios.
En Nazaret, el pueblo de Jesús, como en cualquier aldea judía, toda la vida
discurría dentro del marco sagrado de esta Ley. Desde su infancia, Jesús
aprendió a vivir según los grandes mandamientos del Sinaí. Sus padres le
enseñaron además los preceptos rituales y las costumbres sociales y familiares
que se derivaban de la Ley, según el estudio de los sabios de su época. Y es
que, detrás de la Ley, se alineaban cientos de pequeñas leyes, con minúscula.
La Torá lo impregnaba todo. Era el signo
de identidad de Israel. Lo que distinguía a los judíos de los demás pueblos.
Jesús nunca despreció la Ley, pero nos enseñó a vivirla de una manera nueva,
escuchando hasta el fondo el corazón de un Dios Padre que quiere reinar entre
sus hijos e hijas buscando para todos una vida digna y dichosa. No despreció la
Ley con mayúscula, pero sí la reinterpretó llevándola a su plenitud y se
atrevió en muchas ocasiones a desafiar las leyes, con minúscula y a re-colocar
la Torá en un horizonte directamente ligado al desarrollo y a la felicidad del
ser humano.
Dos pasajes nos servirán para distinguir
qué significaba lo que hasta aquí hemos enunciado. El primero es el texto de
Marcos en el que inicia una discusión que Jesucristo llevará adelante durante
todo su ministerio: la discusión acerca de la observancia del sábado (Mc 2,23 –
3,7).
Resalta en el texto la intención de
Jesús de conducir la discusión al terreno, no del cumplimiento concreto del
mandamiento, tan escrupulosamente detallado por la tradición farisea, sino de
la razón fundamental que subyace al mandamiento del sábado. La polémica parece
responder, no a la pregunta ¿debo hacer esto o aquello en el día de descanso?,
sino a la cuestión más fundamental: ¿por qué hay un día de descanso? ¿Cuál es
la intención que tuvo Dios al establecerlo? Y, mejor expresado aún: al cumplir
con las estipulaciones del sábado, ¿estoy interpretando bien el deseo de Dios o
lo estoy tergiversando? Se está afirmando, por tanto, que hay un criterio fuera de la Ley misma que confiere a la
ley su validez y su legitimidad. Ese criterio es, sin duda, la voluntad que el
legislador tuvo al establecer la ley en cuestión, en este caso, el bien, la felicidad de la persona humana.
Jesús parece no haber olvidado nunca la
práctica del sábado en su natal Nazaret. En Nazaret no había ningún templo. Los
extranjeros quedaban desconcertados al comprobar que los judíos no construían
templos ni daban culto a imágenes de dioses. Solo había un lugar sobre la
tierra donde su Dios podía ser adorado: el templo santo de Jerusalén. Era allí
donde el Dios de la Alianza habitaba en medio de su pueblo de manera invisible
y misteriosa. Hasta allí peregrinaban los vecinos de Nazaret, como todos los
judíos del mundo, para alabar a su Dios. Pero los sábados, Nazaret se
transformaba. Nadie madrugaba. Los hombres no salían al campo. Las mujeres no
cocían el pan. Todo trabajo quedaba interrumpido. El sábado era un día de
descanso para la familia entera. Todos lo esperaban con alegría. Para aquellas
gentes era una verdadera fiesta que transcurría en torno al hogar y tenía su
momento más gozoso en la comida familiar, que siempre era mejor y más abundante
que durante el resto de la semana. El sábado era otro rasgo esencial de la
identidad judía. Los pueblos paganos, que desconocían el descanso semanal,
quedaban sorprendidos de esta fiesta que los judíos observaban como signo de su
elección. Profanar el sábado era despreciar la elección y la alianza.
El descanso absoluto de todos, el
encuentro tranquilo con los familiares y vecinos, y la reunión en la sinagoga
permitía a todo el pueblo vivir una experiencia renovadora. El sábado era
vivido como un “respiro” querido por Dios, que, después de crear los cielos y
la tierra, él mismo “descansó y tomó respiro el séptimo día”. Sin tener que
seguir el penoso ritmo del trabajo diario, ese día se sentían más libres y
podían recordar que Dios los había sacado de la esclavitud para disfrutar de
una tierra propia. En Nazaret seguramente no estaban muy al tanto de las
discusiones que mantenían los escribas en torno a los trabajos prohibidos en
sábado. Tampoco podían saber mucho del rigorismo con que los esenios observaban
el descanso semanal. Para las gentes del campo, el sábado era una «bendición de
Dios». Jesús lo sabía muy bien[7].
En efecto, es el bien de la persona
humana el que buscó Dios al establecer la ley del sábado. Se trataba de
devolverle al trabajo humano su verdadera dimensión y de manifestar
públicamente que el ser humano no es solamente un homo faber. La dignidad de la persona humana requiere para su
realización del descanso, del ocio, del tiempo gratuito, del tiempo para Dios.
La experiencia de Israel en Egipto es, en este sentido, el paradigma de lo que
el Pueblo de Dios ha de evitar: la esclavitud, y con ella, la concepción del
ser humano como ligado exclusivamente a su aspecto productivo. La persona
humana es alguien que tiene una familia y no solamente un trabajo, es alguien
que vive para la libertad y no sólo para la esclavitud del trabajo. La persona
humana es también homo ludens. Y,
sobre todo, el ser humano es también un ser religioso, capax Dei, y necesita tiempo para dedicárselo a Dios.
Con la pregunta: ¿Qué está permitido hacer en sábado: hacer bien o hacer daño: salvar
una vida o matar? Jesucristo está poniendo el dedo en la llaga. ¿Puede un
mandamiento divino interpretarse de tal manera que redunde en el mal del ser
humano en vez de su bien? ¿Puede Dios -ésta es la pregunta fundamental- querer
el mal de la persona humana? ¿Por qué, entonces, pretextar el cumplimiento de
una ley religiosa para evitar buscar la felicidad del ser humano?
No es extraño, por ello, que la pregunta
quede sin respuesta. Para los interlocutores de Jesús, la pregunta parece no
tener sentido: es bueno o es malo, lo que
Dios permite o prohíbe hacer en sábado. Es la Ley la que nos dice qué es lo
bueno y lo malo. Para Jesús, en cambio, el bien y el mal han de ser
determinados antes de consultar la
ley religiosa.
Otro elemento resalta en el texto: la
decisión de los fariseos y herodianos de armar un complot en contra de Jesús.
La relativización de la Ley les pareció razón suficiente a estos grupos
político-religiosos para planear la muerte de Jesús. Esto quiere decir que
Jesús estaba tocando uno de los puntos medulares de la interpretación de la
Ley, pero quiere decir además, que esta reinterpretación de Jesús atentaba
contra algunos intereses políticos. No se entendería, de otra manera, el que
haya podido darse el acuerdo entre dos fuerzas de signo tan diverso: los
fariseos y los herodianos.
Para el grupo de los fariseos,
principales enemigos de Jesús, era intolerable que un hombre se constituyera en
superior a la ley. Y eso es lo que hacía Jesús al relativizarla. El mandamiento
del sábado era, para ellos, el botón de muestra. Si Jesús se atrevía a
desafiarlo o a reinterpretarlo, esto quiere decir que todas las leyes pueden
ponerse bajo sospecha. La demolición que Jesús realizaba, pues, con este gesto,
ponía bajo cuestión la Ley entera. No era solamente, entonces, la lucha por la
observancia del sábado, sino la crisis de una concepción de la Ley como medio
seguro para conocer la voluntad de Dios[8].
Jesús se manifiesta así no como alguien
que viene a exponer a los campesinos galileos nuevas normas y leyes morales.
Viene a anunciarles una noticia: “Dios ya está aquí buscando una vida más
dichosa para todos. Hemos de cambiar nuestra mirada y nuestro corazón”. El
objetivo de Jesús no es proporcionar a aquellos vecinos un código moral más
perfecto, sino ayudarles a intuir cómo es y cómo actúa Dios, y cómo va a ser el
mundo y la vida si todos actuásemos como él. Eso es lo que les quiere comunicar
con su palabra y con su vida entera. Y en esto hay mucha sintonía con lo que
los abuelos y abuelas más antiguos nos han transmitido.
B.
La buena noticia: nuestro Dios es un Dios compasivo
La primacía de la persona sobre la Ley
es solamente la puerta de entrada para penetrar en lo más hondo del mensaje de
Jesús. El anuncio del Reino de Dios supone que la llegada de Dios es algo
bueno. Así piensa Jesús: Dios se acerca porque es bueno, y es bueno para
nosotros que Dios se acerque. Dios no viene para “defender” sus derechos o a
tomar cuentas y castigar a quienes no cumplen sus mandatos. El Dios de quien
Jesús habla no llega para imponer su “dominio religioso”. De hecho, Jesús no
pide a los campesinos que cumplan mejor su obligación de pagar los diezmos y
primicias, no se dirige a los sacerdotes para que observen con más pureza los
sacrificios de expiación en el templo, no anima a los escribas a que hagan
cumplir la ley del sábado y demás prescripciones con más fidelidad[9].
El reino de Dios es otra cosa. Lo que le preocupa a Dios es liberar a las
gentes de cuanto las deshumaniza y les hace sufrir. A eso le llamamos compasión,
misericordia.
Para comprender mejor este contenido
esencial de la predicación de Jesús, nos acercaremos ahora a una de sus
parábolas más conocidas, quizá una de las parábolas de mayor carga teológica en
todos los evangelios. Se trata de la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37).
La parábola resulta, a simple vista, demoledora. Es, probablemente, de las
parábolas de Jesús, aquélla que mejor ha seleccionado los personajes del
relato. Veámosla con calma.
Lo primero que resalta es la
contextualización de la parábola: se trata de la respuesta a una cuestión
planteada por un escriba, un letrado, un especialista de la Ley. Este dato es
importante, porque aquél que hace la pregunta se verá irremediablemente
implicado en el relato parabólico. La pregunta es de una simplicidad asombrosa;
el jurista pregunta ¿qué tengo que hacer
para heredar la vida eterna? aparentando así una ignorancia inexplicable.
¿Cómo puede alguien que se ha hecho especialista de la Ley, es decir, conocedor
detallado de la voluntad de Dios para el ser humano, hacer esta pregunta tan
elemental? La justificación única de esta pregunta es la aseveración del
evangelista: le preguntó para ponerlo a
prueba. Por eso la respuesta de Jesús hace inmediata referencia a la Ley y
le pide al letrado una recitación de memoria del mandamiento principal del amor
a Dios y al prójimo. El escriba, de esta manera, termina respondiéndose a sí
mismo, mostrando así que solamente pregunta para
ponerlo a prueba. La insistencia del escriba en la controversia, le hace
plantear la pregunta medular: ¿Y quién es
mi prójimo?
Jesús responde con la parábola. Hemos de
fijarnos en los personajes que actúan en ella. Se trata de tres personajes
principales y algunos secundarios. Los personajes secundarios son los bandidos,
de quienes no sabemos más que su acción malvada: asaltar, desnudar y golpear a
un viandante, y el dueño de la posada, que aparecerá hasta el final. Los
personajes primarios son el sacerdote, el levita, el samaritano y, desde luego,
el hombre malherido en el camino. La víctima no es descrita más que por la
desamparada situación a la que ha sido sometido en el atraco. Los otros tres
personajes, en cambio, son descritos por su cualificación religiosa. Los dos
primeros (el sacerdote y el levita) son miembros de la familia sacerdotal. Por
razones que no vale la pena comentar aquí, había cierta rivalidad entre ellos,
pero eso no obstaba para que ambos se supieran y sintieran como miembros de la
casta sacerdotal, de la tribu elegida por Dios para el culto. A ello se refería
la Biblia Española cuando traducía levita por “clérigo”.
Los miembros de la tribu de Leví se
especializaron desde antiguo en la función cúltica en un proceso creciente de
exclusividad. La familia sacerdotal tenía entre sus funciones la de instruir al
pueblo acerca de la Palabra y voluntad de Dios. Así lo menciona Mal 2,6-7: Una doctrina auténtica llevaba en la boca y
en sus labios no se hallaba maldad; se portaba conmigo con integridad y
rectitud y apartaba a muchos de la culpa. Labios sacerdotales han de guardar el
saber y en su boca se busca la doctrina, porque es mensajero del Señor de los
Ejércitos. Por oficio, pues, los miembros de la tribu sacerdotal debían ser
conocedores y transmisores de la Ley, es decir, de la voluntad de Dios para el pueblo.
El samaritano, en cambio, era un hereje.
Más que por la hibridez racial, los samaritanos eran despreciados por los
judíos debido a su heterodoxia religiosa. La consecuencia reprobable de la
mezcla con los colonos mesopotámicos traídos en el 721 por los asirios, era
precisamente el sincretismo religioso a que habían llegado los samaritanos.
Habían llegado, incluso, a tergiversar la letra de la Ley, cambiando las
menciones del templo de Jerusalén por el templo de Garizim y alterando algunas
prescripciones del Pentateuco. De manera que si la Ley era el medio
privilegiado para conocer la voluntad de Dios, lo que él quiere para su pueblo,
podía asegurarse que los samaritanos serían los últimos en conocerla, porque
eran ignorantes de la Ley.
En esto radica la fuerza demoledora de
la parábola. En el relato de Jesús, los dos miembros de la familia sacerdotal
pasan de largo frente al herido que yace tirado en el camino. El hereje, en
cambio, se detiene a socorrerlo. Hasta aquí la parábola pareciera hacer alusión
solamente a la bondad o maldad de las personas en cuestión. Pero la crítica de
Jesús va mucho más allá. Al continuar el diálogo con el especialista de la Ley,
Jesús le pregunta: ¿Qué te parece? ¿Cuál
de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos? , es
decir, ¿cuál de los tres interpretó correctamente el mandamiento que tú me
repetiste de memoria al principio de nuestra conversación? Porque el
mandamiento del amor no es una cuestión de preceptos legales, sino de compasión
por el prójimo. La pregunta inicial del escriba aparece como radicalmente
equivocada: no es trata de averiguar quién es mi prójimo, sino de preguntarme
cómo puedo hacerme prójimo de los demás, especialmente de aquellos caídos en
desgracia.
Así, la parábola del buen samaritano
propone un criterio distinto de la Ley para el conocimiento de la voluntad de
Dios: el hermano tirado en el camino. Esto hace decir, con extraordinario
acierto, a un teólogo latinoamericano: “En realidad, lo que Jesús ha hecho ha
sido intercalar entre la pregunta del legista y la respuesta de Jesús, una
cuestión hermenéutica... así, en lugar de responder acerca de quién es mi
prójimo según la Ley, responde acerca de a quién debo hacer prójimo antes de
consultar la Ley. Por eso, de un modo que no puede sino escandalizar en Israel,
el único que acierta con la respuesta correcta es el que no conoce la Ley...
pero lleva dentro de sí un criterio hermenéutico más certero, aunque más
arriesgado que el conocimiento de la letra legal: la opción por el pobre, la
piedad por el necesitado. Desde esa posición, y sólo desde ella, se puede
acudir a la Ley y entender lo que significa como norma”[10].
Queda claro, pues, que por encima de la
Ley escrita, y antes de acudir a ella, el ser humano es responsable ante Dios
de la compasión hacia el hermano necesitado. Es el hermano tirado en el camino,
y no la Ley, el criterio último para comprender la voluntad de Dios. Este
criterio deberá ser aplicado siempre que haya que discernir qué es lo que Dios
quiere de nosotros.
C.
Favorecer siempre a los más pequeños
Otro rasgo característico de Jesús en
los evangelios es su escandalosa preferencia por los más pequeños, entendiendo
por éstos aquéllos que quedan fuera del esquema de aceptación social promovido
por los fariseos y convertido en norma para el trato con los demás en Israel.
En efecto, una de las mayores causas del
conflicto entre Jesús y los fariseos, que mantenían el control ideológico de
las masas a través de la dirección de las sinagogas, era su actitud de relacionarse
con preferencia con los pobres y pecadores. Jesucristo, que convirtió a los
fariseos en el blanco de sus más duros ataques, se oponía a ellos porque los
consideraba los responsables de haber deformado la religión de Israel y de
haberla vuelto contraria a sus raíces iniciales. La dureza de corazón de los
fariseos, tantas veces denunciada por Jesús, se traducía en una insensibilidad
frente a las necesidades del prójimo, pretextando preceptos divinos. El
enfrentamiento con los fariseos en este plano constituyó la acción política más
subversiva de Jesús, porque estaba dirigida a desmontar el mecanismo ideológico
con el que las autoridades de Israel mantenían el estado de marginación a que
estaban sometidos los pobres, los enfermos y los pecadores y atacaba de manera
radical una mentalidad que hacía a Dios cómplice y razón de la opresión del ser
humano, infundiendo en los mismos pobres una concepción de la religión que
terminaba siendo un instrumento de dominación en beneficio de los poderosos de
Israel.[11]
La llamada de Mateo (Mt 9,9-13 y par.)
da pie a una de las críticas fariseas más fuertes en contra de Jesús. Aceptando
que el mundo está dividido, según la ideología farisea, en dos grandes grupos:
opresores y oprimidos, y dejando de lado todavía la feroz crítica que hará más
tarde a la justificación teológica de esta división, Jesús muestra, de manera
clara, la escandalosa preferencia de Dios por los “injustos” y “pecadores”, es
decir, los oprimidos.
Hay una serie de parábolas que expresan
esta preferencia de Dios por los pobres. Traeremos aquí a colación la parábola
de los invitados al banquete, según la versión lucana (Lc 14,15-24). Hay dos
grupos de personas en la parábola. El primer grupo son los invitados por
derecho. La condición de “amigos especiales” de dueño de la viña nos permite
identificar a este primer grupo con las autoridades religiosas de Israel.
Efectivamente, los especialistas de la Ley, los supuestos “justos”, deben ser
los invitados por excelencia. Están tan seguros de que la fiesta ha sido hecha
para ellos, que se sienten con derecho de desplazar su llegada. Al fin, que el
que hace la fiesta tendrá que esperarlos. Esta seguridad los pierde.
El segundo grupo, en cambio, está
representado por los pobres, cuya condición social es descrita largamente.
Pero, contra toda la lógica social, son ellos y solamente ellos los que gozaron
del banquete. Si la versión de Mateo (22,1-10) le aumenta un final que no tiene
la de Lucas, al colocar al anfitrión sacando a uno de los invitados por no traer
vestido de fiesta, esto solamente demuestra que lo escandaloso de la
preferencia del dueño por los pobres sacudió la misma conciencia del autor del
evangelio mateano. La misma violencia que resiente la composición del relato
mateano en los últimos versículos, es un signo de la añadidura posterior de
Mateo.
Parece, pues, que para Jesús los
preferidos de Dios son todos los pobres,
aunque sean pecadores. Esta preferencia de Dios por los débiles y los pequeños,
se manifiesta en muchas otras parábolas, entre las que sobresale la parábola
lucana del rico banquetero y del pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Esta parábola es,
quizá, una de las más pintorescas y conocidas de todo el evangelio de Lucas. La
escena es relatada por Jesús con exquisitos detalles: el vestuario del rico es
descrito en todo su lujo y solamente faltó que Jesús nos diera la lista de los
manjares que llenaban la abundante mesa de aquel acumulador de bienes
materiales.
Por su parte, el pobre Lázaro es también
pintado con detalles sobresalientes: su cuerpo yacente a la entrada de la casa
del rico, el hambre que le hace desear, como en un sueño lejano, las migajas
que caen de la mesa del rico y los perros lamiendo su cuerpo purulento de
llagas, nos muestran la terrible indigencia que, de manera por demás
escandalosa, convivía simultáneamente con la riqueza descrita líneas
anteriores.
Jesús no habla de la “pobreza” en
abstracto, sino de aquellos pobres con los que él trata mientras recorre las
aldeas. Familias que sobreviven malamente, gentes que luchan por no perder sus
tierras y su honor, niños amenazados por el hambre y la enfermedad, prostitutas
y mendigos despreciados por todos, enfermos y endemoniados a los que se les
niega el mínimo de dignidad, leprosos marginados por la sociedad y la religión.
Aldeas enteras que viven bajo la opresión de las élites urbanas, sufriendo el
desprecio y la humillación. Hombres y mujeres sin posibilidades de un futuro
mejor. Por eso, para proclamar su misericordia de una manera más sensible y
concreta, Jesús se dedicó a algo que Juan el Bautista nunca hizo: curar
enfermos que nadie curaba; aliviar el dolor de gentes abandonadas, tocar a
leprosos que nadie tocaba, bendecir y abrazar a niños y pequeños. Todos han de
sentir la cercanía salvadora de Dios, incluso los más olvidados y despreciados:
los recaudadores, las prostitutas, los endemoniados, los samaritanos.
En este sentido, la parábola es
verdaderamente revolucionaria: el reino que Jesús viene a anunciar cambia
radicalmente la situación, porque al final del relato el pobre es encumbrado y
el rico colmado de sufrimientos. Desgraciadamente, nuestra mentalidad de
cristianos occidentales del siglo XXI nos ha llevado a desviar la atención
hacia la suerte del rico y del pobre después de muertos, en vez de captar la sentencia
condenatoria de Jesús contra la situación de escandalosa injusticia que se
describe al inicio de su relato. Es como si en el cuento de la Cenicienta nos
fijáramos, en primer lugar y por encima de los demás elementos del cuento, en
la calidad del cristal de su zapatilla, o en el tamaño de la carroza que
después habría de convertirse en calabaza.
La parábola del capítulo 16 de Lucas es
clara para quien quiere leerla desde la perspectiva del trabajo liberador de
Jesús. Aunque nosotros nos sintamos tentados a identificar al rico con un
malvado opresor y descreído y veamos a Lázaro como una persona honesta y buena,
la parábola no dice nada de eso. Y no lo dice porque quiere resaltar,
precisamente, que las virtudes morales están en segundo plano cuando la
realidad es, en sí misma, negadora de la justicia y de la igualdad que el Reino
viene a proclamar. A lo mejor el rico era muy piadoso y el pobre era un
bandido... podría ser. La situación, sin embargo, sigue mereciendo la
condenación de Jesús y su veredicto es exactamente el mismo: el Reino viene a
acabar con esa situación.
Si Jesús hubiera dicho que el reino de
Dios llegaba para hacer felices a los justos, hubiera tenido su lógica y todos
le habrían entendido, pero que Dios esté a favor de los pobres, sin tener en
cuenta su comportamiento moral, resulta escandaloso. ¿Es que los pobres son
mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado dentro del reino de
Dios? Pero Jesús nunca alabó a los pobres por sus virtudes o cualidades.
Probablemente aquellos campesinos no eran mejores que los poderosos que los
oprimían; también ellos abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las
deudas sin compasión alguna. Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice
que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente.
Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo merezcan, sino porque lo
necesitan. Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo
ante todo justicia a los que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una
alegría grande en Jesús: ¡Dios defiende a los que nadie defiende![12]
El final de la parábola de Jesús es
importante: a la petición que el rico hace al patriarca Abrahán, de mandar a
Lázaro a avisar a sus cinco hermanos para que ellos no siguieran el mismo
camino, Abrahán responde: si no creen lo que está escrito en Moisés y los
profetas, ni aunque resucite un muerto creerán. Extraña escuchar ciertas
interpretaciones ideologizadas de la parábola del pobre Lázaro, en las que se
consigue entender exactamente lo contrario de lo que Jesús quiso enseñar.
Extraña, porque la preferencia por los pobres es irrebatible en el conjunto de
la Revelación y, particularmente en el Segundo Testamento. Cualquier proyecto
social que pretenda inspirarse en la utopía de Jesús de Nazaret, y cualquier
lectura de la Escritura que se haga desde la perspectiva cristiana, tiene que
tomar en cuenta esta verdad incuestionable.
D.
El poder: un instrumento de servicio
En pocos tópicos es la revelación
bíblica tan homogénea como en el tratamiento de la cuestión del poder. Ya desde
el Primer Testamento se perfila una de las críticas más agudas al abuso de
poder. Textos como el de la discusión sobre la conveniencia de la monarquía (1
Sam 8,1-22) o el del relato de la viña de Nabot (1 Re 21,1-16), muestran las
alturas a las que llegó la crítica acerba y sin cuartel al poder usado como
dominio. No obstante, estos textos se combinan con algunas tradiciones en
exceso favorables al poseedor del poder en turno, el rey.
También en este caso seleccionamos dos
textos del evangelio en los que Jesús nos da su opinión sobre el poder. No hay
que olvidar que estos textos surgieron en medio de una controversia, a menudo
de ribetes exacerbados, que existía en la comunidad cristiana: ¿cuál debe ser
el trato que debemos dar al poder? ¿Somos colaboradores u opositores del
régimen político? ¿No nos ha dicho Jesús que su reino “no es de este mundo”?
Entonces, ¿cuál deberá ser nuestra posición frente a los reinos de este mundo?
Hacia el interior de la comunidad cristiana también hay ejercicio de poder, ¿se
trata de puestos de honor? Y la experiencia de la persecución judía y romana,
¿no tiene nada qué decir en nuestra relación con el poder y con los que
gobiernan?[13]
El primer texto es el de Mc 10,35-45. Tiene
su paralelo en Mt 20,20-28 y está colocado, tanto en Mc como en Mt,
inmediatamente después del tercer anuncio de la pasión. Puede decirse que el
texto se divide en dos grandes partes: la que se refiere a los puestos de honor
en la gloria celeste (vv 35-40) y el cuestionamiento claro al ejercicio de la
autoridad hacia dentro de la comunidad cristiana (vv 41-45), que es la parte
que más nos interesa.
Dos cosas resaltan en la segunda parte
del texto. El ejercicio de la autoridad en la perspectiva cristiana tiene su
punto de referencia en la manera como se ejerce el poder en el mundo.
Jesucristo denuncia en el texto el manejo piramidal del poder y la praxis
nefasta de los gobernantes que oprimen y dominan. El ejercicio de la autoridad
no se identifica con la opresión y la tiranía. En este sentido, la comunidad
cristiana tiene la misma función que tenía Israel: ser un anti-Egipto. Así como
Israel tenía la obligación de mostrar al mundo el rostro de una comunidad
nueva, distinta, un pueblo de hermanos, así también ahora la comunidad
cristiana está llamada a ser una comunidad en la que el poder se ejerza de
manera alternativa.
En contraste con el poder dominador, el
ejercicio de la autoridad es, en la perspectiva del reino que Jesús viene a
proclamar, y del que serán testigos los discípulos, un servicio. A esto se refiere MESTERS cuando dice: “Jesús expresa la
más pura tradición bíblica cuando subvierte el sistema instalado en el poder,
diciendo que el verdadero poder debe ser servicio a los hermanos. Sólo así se
elimina el germen de la opresión y se construye la base de una sociedad
igualitaria"[14].
La razón fundamental de esta visión
nueva del poder y del ejercicio de la autoridad, se deriva, no solamente del
análisis de la manera como el mundo ejerce el poder, sino de la misión misma de
Jesús, que no vino a ser servido, sino a
servir y a dar su vida por todos. De esta manera queda claro en el
evangelio que ejercer el poder como servicio no es una regla libre, opcional,
que pueda cumplir quien quiera hacerlo, sino que es una norma que transforma
radicalmente el ejercicio de la autoridad dentro de la comunidad cristiana y
que debe hacer suya, indefectiblemente, todo aquel que tenga algún poder. Este
es el significado más profundo de la sentencia de Jesús: que no sea así entre ustedes.
Un segundo texto que puede iluminarnos
acerca de esta característica del proyecto de Jesús es Mc 12,1-12, conocido
como la parábola de los viñadores homicidas. Los oyentes de la parábola son,
según este texto de triple tradición (Mt 21,33-46; Lc 20,9-19), el sanedrín
(sumos sacerdotes, escribas y ancianos, mencionados en Mc 11,27), detentadores
del máximo poder político y religioso en el judaísmo del tiempo de Jesús. Este
texto muestra cómo la crítica de Jesús al ejercicio del poder molestó de tal
manera a quienes lo detentaban en su tiempo, que ésta fue el origen del complot
para matarlo.
El primer elemento común de la parábola
en la versión de los tres evangelistas, es que el dueño de la viña la arrienda
a unos trabajadores. Hay una alusión velada a Is 5,7: La viña del Señor de los
ejércitos es la casa de Israel. Los labradores son, pues, una autoridad intermedia, es decir, que la bondad o
maldad de su poder depende de que desempeñen correctamente la función para la
cual fueron destinados. En cuanto autoridades intermedias, los viñadores deben
comulgar con las intenciones del dueño de la viña, pues para él trabajan. No
son más que mandatarios de su patrón.
Esta caracterización de los labradores
en la parábola hacía una alusión clarísima a los oyentes. Si la fidelidad
individual a la Ley es responsabilidad de cada uno en Israel, la aplicación
social de la Ley es responsabilidad de sus autoridades político-religiosas.
Nuestro relato es, así, una acusación directa en contra del uso del poder que
hacen las autoridades intermedias, el sanedrín: ellos quieren apropiarse de la
viña. Esta parábola acusaba a sus oyentes con un índice de fuego; es como si
Jesús les dijera: “ustedes han sido puestos por Dios para gobernar el pueblo de
Israel; la razón de ser de su gobierno es que hagan que la voluntad del Dios de
la justicia y de la igualdad, reine sobre este pueblo. Pero he aquí que Dios
llega para pedir cuentas y, en lugar de encontrar una sociedad en la que su
voluntad se cumple, encuentra -de parte de los gobernantes que él mismo puso-
traición e incumplimiento”.
La verdadera sorpresa de la parábola
estriba en la afirmación de que la viña será traspasada a otros. La parábola
termina señalando a los nuevos destinatarios: un pueblo que sí de fruto a su
tiempo. Los miembros del sanedrín entienden que la parábola va dirigida contra
ellos, y quieren “echar mano” a Jesús. Así, su reacción corrobora la parábola,
en la que los viñadores se convierten en homicidas. Ésta es la peor de las
autodenuncias del mal uso del poder. La utilización del poder en beneficio de
los gobernantes, en detrimento de su función social de servicio, queda
desenmascarada en la parábola.[15]
Esta parábola se vuelve también hacia nosotros con su amenaza: los cristianos
somos viñadores de un reino que no nos pertenece. Tendremos que dar cuentas.
E.
Jesús conforma una comunidad fraterna, de iguales
Uno de los aspectos que nos servirán
para descubrir este rasgo de Jesús en el evangelio, es el de la comensalidad.
Ya hemos mencionado algo al respecto de la parábola de los invitados al
banquete (Lc 14,15-24), que deberemos tener presente en este apartado.
Repetidas veces se menciona en el evangelio a Jesús sentado a la mesa con los
pecadores, cosa prohibida en el judaísmo. Ahora nos fijaremos en las
instrucciones que Jesús dio a sus discípulos, en donde se menciona el aspecto
de la comensalidad.
Jesús abogaba, como hemos recordado al
hacer alusión a la parábola del banquete, por una comensalía abierta a todos
los pobres, sin excepción. Esto aparece claramente en el mandato a los
misioneros, en el texto de Lc 10,1-11 al que ahora hacemos referencia. La
misión que envía Jesús es una misión rural, no urbana. A eso se refiere el
mandato de ir “a las casas”, mandato que se extendió después, en la reflexión
pospascual, a los pueblos y ciudades; a ello también hace alusión la ausencia
de alforja. Visitar las casas era la estrategia habitual de los predicadores
itinerantes. Jesús quiso una misión organizada, no de manera autosuficiente, sino
dependiente de la comensalía de aquellos que deberán recibir a los misioneros.
No se trata de limosna, sino de
comensalía, de compartir la propia mesa. Los misioneros vienen a compartir el
mensaje del reino y reciben, a cambio, un sitio en la mesa y en la casa. Hay
una especie de igualitarismo compartido de los recursos, tanto materiales, como
espirituales. Últimamente ha habido muchos estudios de antropología
intercultural que nos ayudan a entender qué es un hogar compartido y una mesa
común[16].
Teológicamente hablando, la comensalía es una manifestación de la presencia del
reino, que ya está aquí presente, de un modo humilde, y que requiere la
conversión para que se haga posible y actuante. Así, el reino se hace posible
donde hay una comunidad dispuesta a compartir igualitariamente la mesa.
La vida errante, propia del movimiento
que inició Jesús, tiene un significado sociosimbólico radical: es la
representación simbólica de un igualitarismo sin intermediarios. La misma
experiencia de Jesús lo confirma cuando, después de una demostración de poder
en la sinagoga, cura a la suegra de Pedro en su casa (Mc 1,16-20). Más tarde,
todos los enfermos se apiñan a la puerta de la casa de Pedro. Así, la casa de
Pedro se convertiría en centro de mediación para acceder a las actividades
curativas de Jesús y Pedro en una especie de intermediario. Lo que ocurre al
día siguiente es significativo: Jesús se marcha (Mc 1,35-38).
Y es que la misma vida itinerante de
Jesús en medio de ellos es un símbolo vivo de su libertad y de su fe en el
reino de Dios. No vive de un trabajo remunerado; no posee casa ni tierra
alguna; no tiene que responder ante ningún recaudador; no lleva consigo moneda
alguna con la imagen del César. Ha abandonado la seguridad del sistema para
“entrar” confiadamente en el reino de Dios. Por otra parte, su vida itinerante
al servicio de los pobres deja claro que el reino de Dios no tiene un centro de
poder desde el que haya de ser controlado. No es como el Imperio, gobernado por
Tiberio desde Roma, ni como la tetrarquía de Galilea, regida por Antipas desde
Tiberíades, ni como la religión judía, vigilada desde el templo de Jerusalén
por las élites sacerdotales. El reino de Dios se va gestando allí donde ocurren
cosas buenas para los pobres[17].
Este rasgo de Jesús, de formar una
comunidad de iguales, se refleja de manera especial en el texto de Mt 23,1-12.
Este pasaje pretende contrastar el comportamiento de la dirigencia cristiana
con la dirigencia judía[18],
porque denuncia la conducta de los jefes religiosos de Israel en la primera
parte (2-7) y advierte cómo deben conducirse los dirigentes cristianos, en la
segunda (8-12). Más que la crítica a la dirigencia judía, nos interesa a
nosotros las disposiciones que Jesús da a los dirigentes cristianos.
Con una triple negación (no se dejen llamar...no llamen a nadie... ni
se dejen llamar...) Jesús pretende enfatizar un rasgo decisivo en la futura
comunidad cristiana: la exclusión de las actitudes de control y protagonismo
ideológico, simbolizadas en los tres títulos criticados: maestro, padre y jefe
o conductor. La actitud que deberá privar en la comunidad cristiana es, en
cambio, la fraternidad (porque todos
ustedes son hermanos...).
En otras partes del evangelio de Mateo
se ve cuál es el origen de esa fraternidad exigida por Jesús: los cristianos
son hermanos porque son hijos de un mismo Padre (Mt 5,16.45.48; 6,1; etc.). En
medio de un mundo marcado por una ausencia de hermandad, en un sistema
dominante de tipo patriarcal, Jesús invita a sus seguidores a vivir en un
vínculo de fraternidad, que les haga superar todo dominio y manipulación de
unos sobre otros. Donde se reconoce el señorío único de Dios, debe darse la
renuncia, sin suprimir por ello al ministerio de conducción en la comunidad, a
todo tipo de control ideológico y de manipulación. Esto implicará en los
cristianos, según el evangelio de Mateo, un nuevo tipo de relaciones cordiales
hacia el interior de la comunidad (5,21-22), una nueva manera de enfrentar los
conflictos (5,23-24), una solidaridad abierta más allá de los intereses del
propio grupo (5,46-48; 25,31-46), y el ejercicio de la corresponsabilidad
(18,15).
Esta conformación de una comunidad
igualitaria no es un accidente en el trabajo ministerial de Jesús. Tiene que
ver también con su experiencia personal, dado que como sabemos, Jesús abandonó
su familia para dedicarse al anuncio del reino de Dios. Hay que recordar que en
Nazaret, como en todas las poblaciones pequeñas del medio oriente de tiempos de
Jesús, la familia lo era todo: lugar de nacimiento, escuela de vida y garantía
de trabajo. Fuera de la familia, el individuo queda sin protección ni
seguridad. Solo en la familia encuentra su verdadera identidad. Esta familia no
se reducía al pequeño hogar formado por los padres y sus hijos sino que se extendía
a todo el clan familiar, agrupado bajo una autoridad patriarcal y formado por
todos los que se hallaban vinculados en algún grado por parentesco de sangre o
por matrimonio. Dentro de esta «familia extensa» se establecían estrechos lazos
de carácter social y religioso. Compartían los aperos o los molinos de aceite;
se ayudaban mutuamente en las faenas del campo, sobre todo en los tiempos de
cosecha y de vendimia; se unían para proteger sus tierras o defender el honor
familiar; negociaban los nuevos matrimonios asegurando los bienes de la familia
y su reputación. Con frecuencia, las aldeas se iban formando a partir de estos
grupos familiares unidos por parentesco.
En contra de lo que solemos imaginar,
Jesús no vivió en el seno de una pequeña célula familiar junto a sus padres,
sino integrado en una familia más extensa. Los evangelios nos informan de que
Jesús tenía parientes cercanos a los que el evangelio llama hermanos que se
llaman Santiago, José, Judas y Simón, y también algunas hermanas a las que
dejan sin nombrar, por la poca importancia que se le daba a la mujer (Mc 6,3).
Probablemente estos hermanos y hermanas están casados y tienen su pequeña
familia. En una aldea como Nazaret, de más o menos 250 habitantes en total, la
“familia extensa” de Jesús podía constituir una buena parte de la población.
Abandonar la familia era muy grave. Significaba perder la vinculación con el
grupo protector y con el pueblo. El individuo debía buscar otra “familia” o
grupo. Por eso, dejar la familia de origen era una decisión extraña y
arriesgada. Sin embargo llegó un día en que Jesús lo hizo. Al parecer, su
familia e incluso su grupo familiar le quedaban pequeños. El buscaba una
“familia” que abarcara a todos los hombres y mujeres dispuestos a hacer la
voluntad de Dios. La ruptura con su familia marcó su vida de profeta
itinerante.
Es bueno que reflexionemos en esto hoy
en día en que hemos sacralizado una forma de familia como si fuera la única que
hubiera existido en la historia. Jesús no aparece nunca en los evangelios
defendiendo la convivencia familiar, sino apelando a un nuevo grupo humano, el
de los discípulos y discípulas, que había de orientar su vida por patrones
bastante alejados de los que regían a la familia patriarcal de su tiempo.
Había dos aspectos en las familias, al
menos, que Jesús criticaría un día. En primer lugar, la autoridad patriarcal,
que lo dominaba todo; la autoridad del padre era absoluta; todos le debían
obediencia y lealtad. Él negociaba los matrimonios y decidía el destino de las
hijas. Él organizaba el trabajo y definía los derechos y deberes. Todos le
estaban sometidos. Jesús hablará más tarde de unas relaciones más fraternas
donde el dominio sobre los demás ha de ser sustituido por el mutuo servicio.
Una fuente atribuye a Jesús estas palabras: “No llaméis a nadie “padre” en la
tierra, porque uno solo es el Padre de ustedes: el del cielo” (Mt 23,9). Y el
día en que Jesús es cuestionado por sus discípulos a propósito de la discusión
sobre si se puede servir a Dios y al dinero y la recompensa que recibirían los
que abandonan todo por el Reino de Dios, Jesús responde: No hay quien haya
dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos o tierras, por
mí y por el evangelio, que no reciba cien veces más ahora en esta vida, en casas
y hermano y hermanas, y madre e hijos y tierras, con persecuciones, y la vida
eterna en el otro mundo” (Mc 10,28-30). Es decir, la nueva familia que Jesús
funda no tiene padre, no está sometida a los criterios del sistema patriarcal.
Tampoco la situación de la mujer en la
familia sería defendida por Jesús. La mujer era apreciada sobre todo por su
fecundidad y su trabajo en el hogar. Sobre ella recaían la crianza de los hijos
pequeños, el vestido, la preparación de la comida y demás tareas domésticas. Por
lo demás, apenas tomaba parte en la vida social de la aldea. Su sitio era el
hogar. No tenía contacto con los varones fuera de su grupo de parentesco. No se
sentaba a la mesa en los banquetes en que había invitados. Las mujeres se
acompañaban y se apoyaban mutuamente en su propio mundo. En realidad, la mujer
siempre pertenecía a alguien. La joven pasaba del control de su padre al de su
esposo. Su padre la podía vender como esclava para responder de las deudas, no
así al hijo, que estaba llamado a asegurar la continuidad de la familia. Su
esposo la podía repudiar abandonándola a su suerte. Era especialmente trágica
la situación de las mujeres repudiadas y las viudas, que se quedaban sin honor,
sin bienes y sin protección, al menos hasta que encontraran un varón que se
hiciera cargo de ellas. Más tarde, Jesús defenderá a las mujeres de la
discriminación, las acogerá entre sus discípulos y adoptará una postura rotunda
frente al repudio decidido unilateralmente por los varones.
Como todos los niños de Nazaret, Jesús
vivió los siete u ocho primeros años de su vida bajo el cuidado de su madre y
de las mujeres de su grupo familiar. En estas aldeas de Galilea, los niños eran
los miembros más débiles y vulnerables, los primeros en sufrir las
consecuencias del hambre, la desnutrición y la enfermedad. La mortalidad
infantil era muy grande. Por otra parte, pocos llegaban a la edad juvenil sin
haber perdido a su padre o a su madre. Los niños eran sin duda apreciados y
queridos, también los huérfanos, pero su vida era especialmente dura y difícil.
A los ocho años, los niños varones eran introducidos sin apenas preparación en
el mundo autoritario de los hombres, donde se les enseñaba a afirmar su
masculinidad cultivando el valor, la agresión sexual y la sagacidad. Años más
tarde, Jesús adoptará ante los niños una actitud poco habitual en este tipo de
sociedad. No era normal que un varón honorable manifestara hacia los niños esa
atención y acogida que las fuentes cristianas destacan en Jesús, en contraste
con otras reacciones más frecuentes. Su actitud está fielmente recogida en
estas palabras: “Dejen que los niños se me acerquen, no se lo impidan, pues los
que son como estos tienen a Dios como rey” (Mc 10,14)[19].
F.
Perdón y no violencia: reconstruyendo la realidad
Hay en Jesús un comportamiento complejo
en relación con la violencia, por lo que hay que tratar de ahondar en su
perspectiva. El Reino de Dios y su irrupción, suscita la violencia (Mt 11,12).
Se trata de una violencia difícil de caracterizar (Lc 16,16) pero que Jesús no
encubre. Frente al orden injusto Jesús protesta, en la línea de los profetas,
con actos y palabras que los conservadores del orden estiman como violentos,
dado que violan aparentemente la Ley.
En efecto, Jesús suprime el equívoco de
una resignación cristiana ante la injusticia y marca las exigencias de la
caridad. Expulsa a los mercaderes del templo (Mt 21,12; Jn 2,13-22), viola
muchas de las convenciones de la religión de su tiempo, es dueño del sábado (Mc
2,28), no viene a traer una paz engañosa (Jer 6,14; Mt 10,34; Lc 12,51),
introduce la división hasta en la institución más sagrada, la familia (Mt
10,35) y se alza contra deberes sagrados (Lc 9,60) y sacude la normal solicitud
por la integridad corporal (Mt 5,29). Pero se trata de una violación del orden,
precisamente porque el orden es injusto en relación con la realidad superior
del Reino de Dios. No nos extraña por es que Jesús sea comparado con el profeta
Elías (1Re 19,17), violento aguafiestas. A los ojos de Dios, Jesús es un
violento que viene a instaurar la paz (Ap 6,4-8; 8,5).
Pero Jesús se presenta a sí mismo
también como manso y humilde, que triunfa sobre la violencia soportándola (1Pe
2,21-24). El cristiano ha de esforzarse por ser como su Maestro (1Pe 2,18-21;
3,14; Lc 5,9; Ap 14,12). Jesús es más radical que el Primer o Antiguo
Testamento. Ante la ley del talión, Jesús exige el perdón incondicional. Hay
varias órdenes de Jesús que reflejan este mandato: amar a los enemigos (Mt
5,44; Lc 6,27), no resistir al malo (Mt 5,30). Jesús asume el papel del
individuo perjudicado y declara que hay que saber ser víctimas del violento. El
mismo Jesús se resiste a la tentación de usar medios violentos para instaurar
el reino: no convierte las piedras en panes (Mt 4,3) ni domina por la fuerza
(Mt 4,8) se niega a ser revolucionario violento (Jn 6,15) y a obtener la gloria
sin la cruz (Mt 16,22), declina el uso de la violencia cuando van a apresarlo
(Lc 22,49) y no derrama más sangre que la suya propia. Considera que el único
medio de obtener la reconciliación entre el violento y su víctima es el amor y
el sacrificio, la no violencia. Por eso, los que tomen la espada, a espada
morirán (Mt 26,52). Es lo contrario al espíritu de Jesús la devolución del
golpe a los samaritanos inhospitalarios (Lc 9,54). Cuando Jesús perdona a
quienes los crucifican, rebasa el ideal del siervo de Yahvé del Segundo Isaías:
no se conforma con un abandono pasivo en las manos de Dios, sino que hace
violencia al violento, porque apunta a la reconciliación y no a la mera
superación de la violencia.
El texto de Mt 5,39-42 es el que ha
formulado de forma más clara la invitación de Jesús a renunciar a la violencia.
Su reconstrucción es anti climática y se resuelve en cuatro partes:
Si uno te
abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra
Al que quiera
ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también el manto
Si alguien te
fuerza a caminar una milla, anda con él dos
Al que te pida,
dale; y al que pretende de ti un préstamo, no lo esquives.
Decimos que es un ordenamiento
anticlimático porque el mal, al que no se debe resistir, empeora crecientemente
del final del texto hasta el inicio. Va de una petición desvergonzada, pasa por
la coacción mediante la amenaza de un proceso judicial, hasta llegar a la
violencia descarada. Esta formulación refleja el lenguaje provocador
característico de Jesús y su mensaje radical en lo que se refiere a la renuncia
a la violencia.
La cuarta y última sección habla de
dinero. Se adivina la presión del prestatario al prestamista y un cierto abuso,
porque el devoto no puede exigir intereses. Es una pretensión, pues, no
incorrecta, pero si desagradable, que pone al que va a prestar entre la espada
y la pared. Lo mismo ocurriría, si el que pide fuera un mendigo. La tercera
sección habla de la coacción. Se trata del poder romano de ocupación que
consigue préstamos personales y servicios mediante el chantaje. Las cohortes
romanas se adjudicaban el derecho de obligar a un judío a hacer de guía o
transportar gratuitamente las cargas de los romanos.
En el caso de la segunda sección, el
asunto es más grave. A alguien se le quiere privar de la única túnica que
posee. Se le amenaza con un pleito, como el cobro de una fianza. Tiene este
texto enfrente la prohibición de Ex 22,25. Jesús afirma que hay que dejar que
te quiten la túnica e, incluso, darle el manto. Finalmente, en el vértice del
anticlímax está la violencia descarada, brutal. Se trata de una ofensa grave
porque la bofetada se estrella contra la mejilla derecha, es decir, se propina
con la parte externa de la mano, no con la cara interna. El golpe con el dorso
es, además de doloroso, una ofensa considerada extraordinariamente grave. Jesús
dice: deja que te ofendan de forma brutal. Se trata por tanto de una renuncia a
cualquier tipo de sanción jurídica, a toda represalia. No respondas a la
violencia con violencia. Pero no es una actitud pasiva: ¡haz frente a tu
adversario! Responde a su coacción o a su brutalidad con una bondad
avasalladora… quizá te lo puedas ganar de ese modo[20].
Así pues, nuestro texto presupone, no
casos raros o extraordinarios, sino toda una escala de posibilidades de
violencia encubierta o descarada, desde la importunidad hasta la violencia
directa. De suerte que no es un texto que haya que tomarse en sentido puramente
metafórico. La propuesta no es soportar pasivamente las injusticias, sino
asumir una actitud altamente activa: salir al encuentro del adversario, querer
hacerlo hermano. El texto es profético y provocador. Jesús prohíbe el empleo de
la violencia y está convencido de que quien acepta su palabra puede vivir sin
responder con violencia a la violencia, y sin el arma de las represalias.
La invitación a la no violencia no se
dirige pues, ni a toda la humanidad en su conjunto, ni al individuo aislado,
sino a esta comunidad que continúa la misión de Jesús. La llamada a la no
violencia es posible vivirse allí donde un grupo o todo un pueblo cree en el
Reino de Dios y se somete libremente a sus exigencias. Hay una cosa
fundamental: la iglesia presta su mejor servicio a la humanidad cuando ella
misma toma en serio su tarea de ser un pueblo alternativo (1Pe 2,9). Cuando
ella vive públicamente según el orden de Dios, entonces es la sal de la tierra.
5.
El “buen vivir”:
punto de contacto entre el evangelio y las culturas indígenas
Quisiera ir
terminando ya. La propuesta de “buen vivir” de Jesús, encerrada tras la
categoría teológica “Reinado de Dios” y desparramada en sus palabras, acciones,
milagros, disputas, va quedando cada vez más clara. No es un recetario de
acciones concretas, sino un horizonte desde el cual los seguidores del Maestro
habrán de tomar sus decisiones ante los más diversos problemas a los que se
enfrentarán en el futuro.
Los textos
del Nuevo Testamento son prolijos en comunicarnos las vicisitudes por las que
tuvieron que pasar los primeros cristianos. En este sentido, el libro de los
Hechos de los Apóstoles va profundizando cómo la propuesta de Jesús ha de irse
encarnando en un mundo plural, donde los cristianos y cristianas son una exigua
minoría, y donde se va haciendo necesario que el espíritu del evangelio vaya
permeando, así sea poco a poco, las estructuras del imperio. La comunidad
cristiana se mira a sí misma como constituyendo un ejemplo viviente de lo que
modernamente nombraríamos “el otro mundo posible”, una sociedad de contraste.
Hay un texto
paulino que se constituye como una síntesis de lo que la propuesta de Jesús
realiza ya en la comunidad cristiana y que deberá hacer presente en el mundo:
la superación de todas las desigualdades. En la carta a los Gálatas (3,26-29)
se nos entrega una visión global de lo que la predicación paulina considera
esencial para responder de manera plena a la propuesta ética de Jesús. Se trata
de tres elementos llamados a configurar a la comunidad cristiana, a contrapelo
de “las apetencias de este mundo”: la inculturación (ya no hay judío ni pagano),
la superación de la desigualdad social (ni esclavo ni libre) y la
deconstrucción del patriarcado (ni varón ni mujer…)
No quiero
extenderme más. Baste decir aquí que la intuición paulina, válida hasta
nuestros días, concuerda con la acción de Jesús que el evangelio del Discípulo
Amado nos comparte en el contexto de la institución de la Eucaristía: el
lavatorio de los pies (Jn 13,2-15). La acción de Jesús desafía la mentalidad
judía de su tiempo. A eso se debe, justamente, la negación de Pedro a que le
sean lavados los pies: es un trabajo que no corresponde al Maestro, porque solo
debe ser realizado por esclavos, esclavos extranjeros y mujeres. El asombro de
Pedro es por qué Jesús se empeña en hacerse esclavo, hacerse extranjero,
hacerse mujer.
Esta
observación nos ofrece, quizá, el último rasgo que quisiera resaltar en esta ya
demasiado larga exposición. El lavatorio de los pies nos invita a pensar que la
superación de las tres desigualdades que señala Pablo en su texto de Gal 3,
sólo puede realizarse desde la identificación
con los desiguales. Sólo haciéndonos pobres con los pobres encontraremos
la vía de salida a un mundo construido para profundizar la desigualdad.
Las reflexiones
que se verterán en este encuentro irán mostrando cómo, en una armonía que
solamente puede venir de la acción del Espíritu Santo en nosotros y en nuestras
culturas, se llega a una síntesis entre la propuesta de “buen vivir” de Jesús y
la manera como nuestros pueblos comprenden la misma realidad: el mundo de la
tierra sin males, el Sumak Kawsay. Creo que podría servir para nuestra
reflexión posterior señalar, así sea de paso, algunas coincidencias:
1. ¿No subrayamos en nuestra manera de aplicar la justicia
en nuestras comunidades, que más que el
cumplimiento de las normas o el simple castigo al delincuente, como se hace en
la justicia occidental, nuestros pueblos se preocupan por la recuperación de la
armonía quebrantada? (el ser humano por encima de las leyes)
2. ¿No subrayan nuestras viejas tradiciones y mitos que Dios
nos ha hecho a todos iguales en dignidad y que en el arcoíris de la convivencia
humana no hay colores que sobren ni jerarquías que hagan a unos más importantes
que otros? (preferencia por los más débiles)
3. ¿No es la rotación de cargos en las comunidades, el
trabajo comunitario (tequio, fajina…) una manera nueva de ejercitar el poder,
hasta lograr que el que gobierna “mande obedeciendo”? (el poder es servicio)
4. ¿No es el rescate de la visión de nuestros abuelos y
abuelas, que en Dios contemplaban con reverencia el dualismo padre-madre,
varón-mujer, inspirador para la construcción de una comunidad que excluya todo
tipo de discriminaciones? (Dios es pura misericordia)
5. ¿No es la práctica del consenso comunitario practicado en
nuestras comunidades, en el que las minorías encuentran también representación
y voz, modelo de una convivencia en la que disminuye la violencia y se
atemperan los conflictos? (perdón y no violencia)
Y estos son
solamente algunos de los rasgos en los que evangelio y culturas indígenas
parecen darse la mano. El “buen vivir”, del que Jesucristo es un testimonio
referencial indispensable para la tradición de los cristianos y cristianas,
encuentra eco en las más antiguas tradiciones de nuestros pueblos. Y no es
casual: ya lo dice el mismo evangelio: El espíritu sopla donde quiere, y nadie
sabe de dónde viene ni a dónde va (Jn 3,8).
Raúl Lugo
Rodríguez
[1] Dei Verbum 2
[2] Lumen Gentium 8
[3] Dei Verbum 4
[4] PAGOLA José Antonio,
Jesús. Aproximación histórica (PPC,
Madrid 2007) p. 187
[5] Ibid p. 188
[6] Ibid p. 39
[7] Ibid p. 22
[8]Para completar
el estudio sobre las relaciones de Jesús con la Ley, puede verse SCHILLEBEECKX
E., Jesús, la historia de un viviente
(Cristiandad, Madrid 1981) pp. 209-232
[9] Cfr. PAGOLA, Op.Cit.
p. 43
[10]SEGUNDO J.L., La historia perdida y recuperada de Jesús
de Nazaret. (Sal Terrae, Santander 1991) p. 220
[11]Nadie ha tratado
mejor este proceso de desmantelamiento ideológico de Jesús contra los fariseos,
que SEGUNDO J.L., en El hombre de hoy
ante Jesús de Nazaret, Tomo II, (Cristiandad, Madrid 1982). Cfr. también
LUGO RODRÍGUEZ R., “Acerca de la función
ideológica de los fariseos y su conflicto con Jesús” en la obra
colectiva La vocación del teólogo en la
iglesia. Simposio Universitario (UPM, México 1992) pp. 91-102
[12] PAGOLA, Op.Cit.
p. 47
[13]La pregunta
sobre el poder en la Escritura, una de nuestras particulares obsesiones, generó
el libro: MACIEL - LUGO., Las Trampas
del poder (Dabar, México 1994). En él hemos tratado los textos de ambos
Testamentos que tienen relación con el uso y abuso del poder.
[14]MESTERS. C., Un proyecto de Dios (Dabar, México 1996)
p.24
[15]Esto hace decir
a SEGUNDO J.L., "Nuevos arrendatarios, nuevas autoridades delegadas por
Dios para Israel. Ello implica que, para el profeta Jesús y su enseñanza, que
las autoridades religiosas y políticas existentes ya no representan a Dios. Al
no sintonizar con el corazón de Dios y sus intenciones, serán destituidas con
la llegada del Reino." Cfr. La
historia perdida... Op.Cit. p.
214 La “intención” de Dios en el uso del poder es, sin duda, convertirlo en
servicio a los demás.
[16]Cfr. CROSSAN
J.D., Jesús: vida de un campesino judío
(Ed. Crítica., Barcelona 1991) pp. 352-408
[17] PAGOLA Op.Cit.
p. 39
[18]Me inspiro en el
estudio de MACIEL DEL RÍO C., “Un
acercamiento al tema de la fraternidad en el evangelio de San Mateo” QOL 13
(1997) 31-46
[19] Para
los datos de la familia, ver PAGOLA Op.Cit pp. 18-20
[20] Cfr. LOHFINK G. El sermón del monte ¿para quién?
(Salamanca, Herder 19) p.
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