jueves, 17 de octubre de 2013

La vida plena en la propuesta de Jesús

Compartimos la reflexión que hizo el Pbro. Raúl Lugo Rodríguez, correspondiente a la parte de un mismo pensar.



La vida plena en la propuesta de Jesús 

VII Encuentro Continental de Teología India

“SUMAK KAWSAY Y VIDA PLENA”

Diócesis de Latacunga, Cantón Pujilí, Provincia de Cotopaxi, Ecuador

14 – 18 de octubre del 2013.

 

1.      Carne y cultura

 

Nos preguntamos si la Biblia cristiana, particularmente la tradición de Jesús en los evangelios sinópticos, tiene una propuesta de “buen vivir” que pueda entrar en diálogo con las propuestas de otras culturas originarias. Permítanme comenzar con una cita. Se trata de unas palabras de Tertuliano, un abuelo de los primeros siglos del cristianismo. Decía Tertuliano en su lengua original, el latín: CARO CARDO SALUTIS, es decir, LA CARNE ES EL CORAZÓN DE LA SALVACIÓN. Se refería Tertuliano al misterio de la encarnación, afirmando que la carne (de Cristo) es el quicio, el medio indispensable, el vehículo escogido por Dios para que la salvación llegara a la humanidad. Si, desde la perspectiva cristiana, el misterio de la encarnación es la puerta de entrada adecuada para entender cómo quiere Dios relacionarse con nosotros y salvarnos, entonces conocer y seguir a Jesucristo constituye el corazón mismo de nuestra religión.

 

Tenemos, sin embargo, que enfrentarnos con dos dificultades. La primera la hemos descubierto en este largo caminar de la teología india en nuestro continente. Durante mucho tiempo la carne de Cristo ha sido interpretada desde una perspectiva esencialista. Decimos en el credo, usando palabras de los siglos III y IV, que Jesucristo es verdadero hombre porque asumió la naturaleza humana. Esta proclamación es el punto de partida para comprender la realidad de la encarnación, pero está muy lejos de ser el punto de llegada. Ahora entendemos mejor, gracias a la palabra de las teólogas y teólogos indios, que la encarnación no es solamente asunto de la naturaleza humana de Cristo, sino de la cultura en la que nació y creció. La naturaleza humana no se da en abstracto. No hay seres humanos así, en general. Lo que hay son hombres y mujeres, blancos y negros, asiáticos y americanos, gente del campo y gente de la ciudad, jóvenes y ancianos… es decir, que la naturaleza humana se encuentra siempre circundada por una cultura. Si no fuera atrevido, parafrasearíamos a Tertuliano diciendo: CARO (ET CULTURA) CARDO SALUTIS.

 

La segunda dificultad estriba en que nosotros no tenemos acceso directo a la persona de Jesús, sino que lo experimentamos a través de mediaciones: la palabra antigua registrada en los evangelios y los ritos con que reconocemos su presencia entre nosotros. Intentaré en esta exposición tener en cuenta estas dos dificultades, para no resbalar en ninguna de ellas.

 

No somos la única religión que tiene textos sagrados, de manera que podemos espejarnos en otras tradiciones. Los musulmanes, por ejemplo, tienen El Corán. La tendencia más radical entre los musulmanes es convertir el texto sagrado en ley. La vida entera se organizaría en torno a los preceptos contenidos en el texto. No todas las corrientes musulmanas están de acuerdo, por supuesto, en esta aplicación del texto coránico a rajatabla. La sharia ha dado lugar a las monarquías o repúblicas islámicas, pero el costo en salvaguarda de las libertades es lo suficientemente alto para no convertirlo en una experiencia digna de imitación. Imagínense ustedes a los judíos actuales queriendo aplicar como ley común para todos los habitantes del Estado de Israel algunas de las prescripciones del Antiguo Testamento… nos parece algo impensable.

 

Una primera observación se refiere a la concepción distinta que tenemos de revelación. A diferencia de la religión musulmana, que considera el texto sagrado como una especie de dictado directo que utiliza al hagiógrafo solamente como un conducto mecánico, nuestro concepto de revelación parte de la noción teológica de ‘encarnación’, o como dijera hermosamente el Concilio Vaticano II, Dios, “movido de amor, habla a los seres humanos como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía”[1]. La Palabra, con mayúscula, se transmite a través de palabras con minúscula. La iglesia ha confesado siempre, y va entendiendo cada vez mejor, que la Biblia es una obra al mismo tiempo divina que humana, y que la revelación de Dios llega a nosotros a partir de un arduo trabajo de escritura, recolección, redacción de los autores y de las comunidades a las que éstos servían. Aplicando a las Escrituras una expresión del Concilio Vaticano II sobre el misterio de la iglesia, podríamos parafrasear que aquellas tienen “una notable analogía con el misterio del Verbo Encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante las palabras humanas (historia, cultura, geografía) sirven al Espíritu Santo, que las vivifica, para la transmisión de las verdades reveladas”[2].

 

Esto tiene mucha importancia para saber si la Biblia tiene una propuesta de “buen vivir”. Esta propuesta no habrá que buscarla sólo ni principalmente en la letra del texto, sino en el espíritu que lo recorre, en el mensaje salvífico que transmite. Esto cobra relevancia especial cuando hablamos de la Biblia cristiana y no sólo de la judía, porque el Primer Testamento, con todo y su dimensión reveladora, es para nosotros sólo una introducción para la revelación definitiva que se realiza en la persona de Jesús, el hijo querido del Padre. Él es la Palabra hecha carne (Jn 1,14) y “lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna”[3].

 

De cualquier manera, la pregunta sobre si la Biblia cristiana tiene una propuesta de “buen vivir” sigue siendo pertinente. Y lo es porque, para escándalo del mundo, en países mayoritariamente cristianos se experimenta una profunda desigualdad, niveles de pobreza desgarradores, injusticias y discriminaciones que parecerían pertenecientes a otra etapa civilizatoria. Un mundo que se desgarra en medio de estos problemas sociales y se debate entre la muerte de las utopías, las amenazas del pensamiento único y la disgregación propia del postmodernismo, necesita de manera urgente una propuesta de “buen vivir” que emerja del evangelio y se confronte y complemente con las experiencias de “buen vivir” de otras culturas.

 

2.      La centralidad del misterio de Jesús

 

Para conocer la propuesta de “buen vivir” que nos ha traído Jesucristo tenemos que mirar directamente a su persona y sus circunstancias. No es casual que, fuera de temas específicos de moral sexual con los que tanto tenemos que batallar en las iglesias cristianas, la fuente de mayor controversia teológica en nuestros días sea el estudio del Jesús histórico. Y es que el reto sigue siendo hoy el mismo que el de las generaciones anteriores: hacer de los documentos del Nuevo Testamento una puerta abierta para el encuentro vivo con Jesucristo. Pero con el avance de las ciencias exegéticas esto parece complicarse un poco. Tenemos, pues, que hacer un viaje a partir de los textos con los que contamos, hasta llegar el corazón del testimonio y mensaje de Jesús, el de Nazaret.

 

Una buena parte de nuestras ideas acerca de Jesús, ideas que alimentan nuestra vida cristiana, vienen de reflexiones desarrolladas durante casi veinte siglos. Pero nos ha hecho falta, muchas veces, descubrir en los evangelios a Jesús de Nazaret, campesino judío, maestro itinerante; nos ha hecho falta ver con claridad qué fue lo que su palabra y su acción provocaron entre la gente de su tiempo, en qué conflictos se metió por su fidelidad a Dios, cuáles fueron las causas de su condena a muerte. Decir, por ejemplo, que Cristo murió y resucitó por nuestra salvación, no nos exime de conocer las causas por las que Jesús fue aprehendido, juzgado y condenado a muerte. El carácter salvífico de la muerte de Jesús sólo se aprecia en plenitud si conocemos el entretejido humano, la cultura a la que perteneció y la conflictividad social que lo condujo a su final violento.

 

Cuando hablamos de Jesucristo no podemos olvidar que se trata de un judío, laico, hijo de un artesano, que iba cada sábado a la sinagoga, que abandonó a su familia para dedicarse a predicar la llegada del Reino de Dios, rodeándose de hombres y mujeres que lo acompañaban fascinados por su palabra y su testimonio. Este hombre singular, planteó a la gente de su tiempo una nueva manera de vivir y de relacionarse con Dios y con los demás. Se hizo de un grupo de seguidores y seguidoras y mostró, en gestos concretos, qué era lo que él entendía por Dios, si había o no que cumplir con la Ley antigua, cuál era el criterio para discernir la voluntad de Dios. Su manera de vivir (palabras y obras) le granjeó seguidores y enemigos y provocó una crisis tal en la sociedad judía, que las presiones en su contra se materializaron en su aprehensión, la realización de un juicio y su condena a muerte. Esta muerte violenta con la que, al final, fue ejecutado, no se entiende sin la crisis que su modo de vida y su predicación causaron. Es en este sentido que muchos teólogos dicen que Jesús no se murió tranquilo, de vejez, en la cama de un hospital; que es un ajusticiado cuya muerte solo puede explicarse a partir del conjunto de sus palabras y sus actos concretos.

 

El deseo de encontrar el núcleo histórico sobre el que se basa toda la reflexión cristológica que hoy compartimos los que formamos la iglesia, no es en manera alguna nuevo. Desde hace ya muchos años que muchos estudiosos de la Biblia han intentado acceder a Jesús de Nazaret y, a través del evangelio, desentrañar lo esencial de su mensaje y las causas de su final violento. Nosotros no somos investigadores. Somos discípulos y discípulas de Jesús que nos hemos comprometido a seguir su camino desde el marco cultural diverso y plural en el que hemos nacido y crecido. Sin embargo, no podemos soslayar el reto de conocer la persona de Jesús y discernir, en lo esencial de su mensaje y de su vida, el criterio último de una lectura “cristiana” de la Biblia y la propuesta de “buen vivir” que de ella se derive.

 

Así pues, partimos de la fe común de la iglesia que todos profesamos. El misterio de Jesús, muerto y resucitado, es el centro de nuestra existencia. A partir de esta realidad de fe, nos acercamos a nuestros documentos fundacionales, a esa síntesis privilegiada, elaborada en los primeros siglos de la vida cristiana, que es el Nuevo Testamento, y, en el conjunto del Nuevo Testamento, de manera singular, los evangelios.

 

3.      Dos aproximaciones preliminares al “buen vivir” en la vida y predicación de Jesús

 

No es tan difícil conocer cuál es la propuesta de “buen vivir” de Jesús. Podrían tomarse muchos textos distintos (parábolas, disputas de Jesús con los fariseos, milagros…) para acercarnos a la comprensión del “Reinado de Dios”, categoría teológica en la que Jesús encerró su propuesta de “buen vivir”. No quiero, sin embargo, ser exhaustivo. Prefiero partir aquí de dos textos que pueden servir como sintetizadores de dicha propuesta: la respuesta de Jesús a la averiguación de Juan el bautista, cautivo en una cárcel de Herodes, que le manda preguntar: ¿Eres tú el que había de venir al mundo o tenemos que esperar a otro? (Lc 7,18-23) y la parábola de las ovejas y los cabritos, contada hacia el final del evangelio de san Mateo (Mt 25,31-46).

 

El primer texto es un resumen, propuesto por el mismo Jesús, de la significación de su presencia en el mundo. La pregunta de los seguidores de Juan tiene que ver, de esto no hay duda, con el Reinado de Dios que Jesús viene anunciando, anuncio del que ha tenido noticia y que ha desconcertado a Juan Bautista, tan clavado en la restauración de Israel. Una posible paráfrasis, respetuosa del sentido del texto, podría ser: “¿Eres tú el que ha de traer ese Reino que anuncias, o debemos esperar a otro?

 

La respuesta de Jesús, más que aclararle a Juan sobre el significado de su misión, es probable que lo haya sumido en una más amplia confusión. Y es que lo que el Maestro de Nazaret hace es hacer una lista de situaciones que degradan la humanidad de quienes las padecen. La lista encierra a los grupos más desfavorecidos de Israel: ciegos, cojos, leprosos, sordos, muertos y pobres, seis categorías que subrayan alguna carencia (falta de vista, de movimiento, de pureza cutánea, de escucha, de vida, de dinero y reconocimiento social). A estas seis situaciones, sin duda desagradables para el Dios que Jesús predica, el Maestro coloca una acción liberadora: los ciegos ven, los sordos oyen…

 

Si, como en tarea de escuelita bíblica, pusiéramos en nuestro cuaderno las seis carencias en una columna y, a su derecha, las soluciones que Jesús propone en su presentación (su propuesta de “buen vivir”, diríamos), nos daríamos cuenta de que hay un propósito claro en la misión y actividad de Jesús: superar las carencias a las que hace alusión. Es importante hacer énfasis en esto, porque el pasaje termina con una exclamación de Jesús que no encuentra fácil explicación. Al final de su perorata, Jesús les dice a los enviados del Bautista: “Y dichoso el que no se escandalice de mí” (Lc 7,23). ¿Qué podría causar escándalo en la recuperación del habla, de la facultad de caminar o de oír? Pareciera que nada… pero una mirada atenta mostraría que las cinco primeras categorías reflejan carencias físicas, mientras que la última, quizá la más explosiva, se refiere a una categoría social: “a los pobres se les anuncia la Buena Noticia”… ¿cuál es esa buena noticia que se anuncia a los pobres?

 

La lógica del relato se descubre en nuestra representación en columnas: Jesús dice: vayan y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ya no son más ciegos, ahora ven. Los cojos ya no son más cojos, ahora caminan. Los leprosos ya no lo son más, ahora tienen la piel limpia. Los sordos ya no son sordos, sino que escuchan. Los muertos no lo están más, vuelven a la vida. Los pobres… ¡ya no lo son más! Ahora viven dignamente. La Buena Noticia para los pobres queda así al descubierto: es la propuesta de una vida digna y plena. Hay una admirable armonía en este aspecto de la predicación de Jesús, que concuerda con las bienaventuranzas, con la parábola de Lázaro y el rico banquetero, con la expulsión de los demonios de Gerasa… El texto deja en claro cuál es el núcleo de la propuesta ética de Jesús: vida digna y plena para todos y todas.

 

Una confirmación aún más evidente de esta afirmación la encontramos en la parábola del juicio final, conocida también como la parábola de las ovejas y los cabritos, exclusiva de la tradición mateana. Pagola dice, a propósito de esta parábola: “El criterio para separar a los dos grupos es preciso y claro: unos han reaccionado con compasión ante los necesitados; los otros han vivido indiferentes a su sufrimiento. El rey habla de seis situaciones de necesidad, básicas y fundamentales. No son casos irreales, sino situaciones que todos conocen y que se dan en todos los pueblos de todos los tiempos. En todas partes hay hambrientos y sedientos; hay inmigrantes y desnudos; enfermos y encarcelados. No se dicen en el relato grandes palabras. No se habla de justicia y solidaridad, sino de comida, de ropa, de algo de beber, de un techo para resguardarse. No se habla tampoco de «amor», sino de cosas tan concretas como «dar», «acoger», «visitar», «acudir». Lo decisivo no es un amor teórico, sino la compasión que ayuda al necesitado”[4].

 

La verdadera sorpresa de la parábola, sin embargo, solamente se dará cuando el Juez dicte sentencia. Ni los que entran a la posesión del Reino ni los que son excluidos de él entienden por qué el Juez dice “lo que hicieron a mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron”. Acostumbrados como estaban, debido a la predicación de los fariseos, a que la benevolencia de Dios se rige por el cumplimiento de la ley religiosa, las ovejas y los cabritos se extrañan que la salvación parezca pasar por otro lado. Es a esto a lo que se refiere Pagola cuando, con meridiana claridad, propone: “Los que son declarados «benditos del Padre» no han actuado por motivos religiosos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión explícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los necesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los «hermanos pequeños». Probablemente, esta escena del «juicio final» no ha sido presentada así por Jesús. No es su estilo ni su lenguaje. Pero el mensaje que contiene es, sin ningún género de duda, la conclusión que se extrae de su mensaje y de toda su actuación. Podemos decir sin temor a equivocarnos que la «gran revolución religiosa» llevada a cabo por Jesús es haber abierto otra vía de acceso a Dios distinta de lo sagrado: la ayuda al hermano necesitado. La religión no tiene el monopolio de la salvación; el camino más acertado es la ayuda al necesitado. Por él caminan muchos hombres y mujeres que no han conocido a Jesús”[5].

 

4.      Las constantes del mensaje del Reino, paradigmas del “buen vivir”

 

Trataré ahora, junto con ustedes en esta exposición, de descubrir en los evangelios sinópticos algunas características del proyecto de vida plena que Jesús vino a anunciarnos. Haré referencia, no solamente a las ideas sostenidas por Jesús en su predicación oral, sino a sus gestos y acciones que encerraban un mensaje para quienes convivían con él. Todo lo anterior lo haré, claro, teniendo en cuenta que nos topamos, no con documentos biográficos de comprobable exactitud histórica, sino con relecturas postpascuales de la persona de Jesús de Nazaret y de su obra, documentos que reflejan, por tanto, intereses de los escritores y de los destinatarios, todos ellos cristianos de la primera y segunda generación.

 

A. La gloria de Dios es que el ser humano viva

 

“Lo dicen todas las fuentes. Jesús no enseña en Galilea una doctrina religiosa para que sus oyentes la aprendan bien. Anuncia un acontecimiento para que aquellas gentes lo acojan con gozo y con fe. Nadie ve en él a un maestro dedicado a explicar las tradiciones religiosas de Israel. Se encuentran con un profeta apasionado por una vida más digna para todos, que busca con todas sus fuerzas que Dios sea acogido y que su reinado de justicia y misericordia se vaya extendiendo con alegría. Su objetivo no es perfeccionar la religión judía, sino contribuir a que se implante cuanto antes el tan añorado reino de Dios y, con él, la vida, la justicia y la paz”[6].

 

Para encontrar la voluntad de Dios, es decir, para serle agradable, para vivir como Dios quiere, los judíos contaban con la Torá. Los judíos vivían orgullosos de contar con la Torá. Yahvé mismo había regalado a su pueblo la ley donde se le revelaba lo que debía cumplir para responder fielmente a su Dios. Cuando hablamos de la Ley, con mayúscula, nos referimos al Pentateuco. Sabemos el lugar que la Ley ocupaba en la cultura y la religiosidad judías; era algo así como la instancia aglutinadora que daba al pueblo su identidad de pueblo elegido y lo convertía en un pueblo diferente de los demás, un pueblo singular.

 

Nadie la consideraba una carga pesada, sino un regalo que les ayudaba a vivir una vida digna de su Alianza con Dios. En Nazaret, el pueblo de Jesús, como en cualquier aldea judía, toda la vida discurría dentro del marco sagrado de esta Ley. Desde su infancia, Jesús aprendió a vivir según los grandes mandamientos del Sinaí. Sus padres le enseñaron además los preceptos rituales y las costumbres sociales y familiares que se derivaban de la Ley, según el estudio de los sabios de su época. Y es que, detrás de la Ley, se alineaban cientos de pequeñas leyes, con minúscula.

 

La Torá lo impregnaba todo. Era el signo de identidad de Israel. Lo que distinguía a los judíos de los demás pueblos. Jesús nunca despreció la Ley, pero nos enseñó a vivirla de una manera nueva, escuchando hasta el fondo el corazón de un Dios Padre que quiere reinar entre sus hijos e hijas buscando para todos una vida digna y dichosa. No despreció la Ley con mayúscula, pero sí la reinterpretó llevándola a su plenitud y se atrevió en muchas ocasiones a desafiar las leyes, con minúscula y a re-colocar la Torá en un horizonte directamente ligado al desarrollo y a la felicidad del ser humano.

 

Dos pasajes nos servirán para distinguir qué significaba lo que hasta aquí hemos enunciado. El primero es el texto de Marcos en el que inicia una discusión que Jesucristo llevará adelante durante todo su ministerio: la discusión acerca de la observancia del sábado (Mc 2,23 – 3,7).

 

Resalta en el texto la intención de Jesús de conducir la discusión al terreno, no del cumplimiento concreto del mandamiento, tan escrupulosamente detallado por la tradición farisea, sino de la razón fundamental que subyace al mandamiento del sábado. La polémica parece responder, no a la pregunta ¿debo hacer esto o aquello en el día de descanso?, sino a la cuestión más fundamental: ¿por qué hay un día de descanso? ¿Cuál es la intención que tuvo Dios al establecerlo? Y, mejor expresado aún: al cumplir con las estipulaciones del sábado, ¿estoy interpretando bien el deseo de Dios o lo estoy tergiversando? Se está afirmando, por tanto, que hay un criterio fuera de la Ley misma que confiere a la ley su validez y su legitimidad. Ese criterio es, sin duda, la voluntad que el legislador tuvo al establecer la ley en cuestión, en este caso, el bien, la felicidad de la persona humana.

 

Jesús parece no haber olvidado nunca la práctica del sábado en su natal Nazaret. En Nazaret no había ningún templo. Los extranjeros quedaban desconcertados al comprobar que los judíos no construían templos ni daban culto a imágenes de dioses. Solo había un lugar sobre la tierra donde su Dios podía ser adorado: el templo santo de Jerusalén. Era allí donde el Dios de la Alianza habitaba en medio de su pueblo de manera invisible y misteriosa. Hasta allí peregrinaban los vecinos de Nazaret, como todos los judíos del mundo, para alabar a su Dios. Pero los sábados, Nazaret se transformaba. Nadie madrugaba. Los hombres no salían al campo. Las mujeres no cocían el pan. Todo trabajo quedaba interrumpido. El sábado era un día de descanso para la familia entera. Todos lo esperaban con alegría. Para aquellas gentes era una verdadera fiesta que transcurría en torno al hogar y tenía su momento más gozoso en la comida familiar, que siempre era mejor y más abundante que durante el resto de la semana. El sábado era otro rasgo esencial de la identidad judía. Los pueblos paganos, que desconocían el descanso semanal, quedaban sorprendidos de esta fiesta que los judíos observaban como signo de su elección. Profanar el sábado era despreciar la elección y la alianza.

 

El descanso absoluto de todos, el encuentro tranquilo con los familiares y vecinos, y la reunión en la sinagoga permitía a todo el pueblo vivir una experiencia renovadora. El sábado era vivido como un “respiro” querido por Dios, que, después de crear los cielos y la tierra, él mismo “descansó y tomó respiro el séptimo día”. Sin tener que seguir el penoso ritmo del trabajo diario, ese día se sentían más libres y podían recordar que Dios los había sacado de la esclavitud para disfrutar de una tierra propia. En Nazaret seguramente no estaban muy al tanto de las discusiones que mantenían los escribas en torno a los trabajos prohibidos en sábado. Tampoco podían saber mucho del rigorismo con que los esenios observaban el descanso semanal. Para las gentes del campo, el sábado era una «bendición de Dios». Jesús lo sabía muy bien[7].

 

En efecto, es el bien de la persona humana el que buscó Dios al establecer la ley del sábado. Se trataba de devolverle al trabajo humano su verdadera dimensión y de manifestar públicamente que el ser humano no es solamente un homo faber. La dignidad de la persona humana requiere para su realización del descanso, del ocio, del tiempo gratuito, del tiempo para Dios. La experiencia de Israel en Egipto es, en este sentido, el paradigma de lo que el Pueblo de Dios ha de evitar: la esclavitud, y con ella, la concepción del ser humano como ligado exclusivamente a su aspecto productivo. La persona humana es alguien que tiene una familia y no solamente un trabajo, es alguien que vive para la libertad y no sólo para la esclavitud del trabajo. La persona humana es también homo ludens. Y, sobre todo, el ser humano es también un ser religioso, capax Dei, y necesita tiempo para dedicárselo a Dios.

 

Con la pregunta: ¿Qué está permitido hacer en sábado: hacer bien o hacer daño: salvar una vida o matar? Jesucristo está poniendo el dedo en la llaga. ¿Puede un mandamiento divino interpretarse de tal manera que redunde en el mal del ser humano en vez de su bien? ¿Puede Dios -ésta es la pregunta fundamental- querer el mal de la persona humana? ¿Por qué, entonces, pretextar el cumplimiento de una ley religiosa para evitar buscar la felicidad del ser humano?

 

No es extraño, por ello, que la pregunta quede sin respuesta. Para los interlocutores de Jesús, la pregunta parece no tener sentido: es bueno o es malo, lo que Dios permite o prohíbe hacer en sábado. Es la Ley la que nos dice qué es lo bueno y lo malo. Para Jesús, en cambio, el bien y el mal han de ser determinados antes de consultar la ley religiosa.

 

Otro elemento resalta en el texto: la decisión de los fariseos y herodianos de armar un complot en contra de Jesús. La relativización de la Ley les pareció razón suficiente a estos grupos político-religiosos para planear la muerte de Jesús. Esto quiere decir que Jesús estaba tocando uno de los puntos medulares de la interpretación de la Ley, pero quiere decir además, que esta reinterpretación de Jesús atentaba contra algunos intereses políticos. No se entendería, de otra manera, el que haya podido darse el acuerdo entre dos fuerzas de signo tan diverso: los fariseos y los herodianos.

 

Para el grupo de los fariseos, principales enemigos de Jesús, era intolerable que un hombre se constituyera en superior a la ley. Y eso es lo que hacía Jesús al relativizarla. El mandamiento del sábado era, para ellos, el botón de muestra. Si Jesús se atrevía a desafiarlo o a reinterpretarlo, esto quiere decir que todas las leyes pueden ponerse bajo sospecha. La demolición que Jesús realizaba, pues, con este gesto, ponía bajo cuestión la Ley entera. No era solamente, entonces, la lucha por la observancia del sábado, sino la crisis de una concepción de la Ley como medio seguro para conocer la voluntad de Dios[8].

 

Jesús se manifiesta así no como alguien que viene a exponer a los campesinos galileos nuevas normas y leyes morales. Viene a anunciarles una noticia: “Dios ya está aquí buscando una vida más dichosa para todos. Hemos de cambiar nuestra mirada y nuestro corazón”. El objetivo de Jesús no es proporcionar a aquellos vecinos un código moral más perfecto, sino ayudarles a intuir cómo es y cómo actúa Dios, y cómo va a ser el mundo y la vida si todos actuásemos como él. Eso es lo que les quiere comunicar con su palabra y con su vida entera. Y en esto hay mucha sintonía con lo que los abuelos y abuelas más antiguos nos han transmitido.

 

B. La buena noticia: nuestro Dios es un Dios compasivo

 

La primacía de la persona sobre la Ley es solamente la puerta de entrada para penetrar en lo más hondo del mensaje de Jesús. El anuncio del Reino de Dios supone que la llegada de Dios es algo bueno. Así piensa Jesús: Dios se acerca porque es bueno, y es bueno para nosotros que Dios se acerque. Dios no viene para “defender” sus derechos o a tomar cuentas y castigar a quienes no cumplen sus mandatos. El Dios de quien Jesús habla no llega para imponer su “dominio religioso”. De hecho, Jesús no pide a los campesinos que cumplan mejor su obligación de pagar los diezmos y primicias, no se dirige a los sacerdotes para que observen con más pureza los sacrificios de expiación en el templo, no anima a los escribas a que hagan cumplir la ley del sábado y demás prescripciones con más fidelidad[9]. El reino de Dios es otra cosa. Lo que le preocupa a Dios es liberar a las gentes de cuanto las deshumaniza y les hace sufrir. A eso le llamamos compasión, misericordia.

 

Para comprender mejor este contenido esencial de la predicación de Jesús, nos acercaremos ahora a una de sus parábolas más conocidas, quizá una de las parábolas de mayor carga teológica en todos los evangelios. Se trata de la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37). La parábola resulta, a simple vista, demoledora. Es, probablemente, de las parábolas de Jesús, aquélla que mejor ha seleccionado los personajes del relato. Veámosla con calma.

 

Lo primero que resalta es la contextualización de la parábola: se trata de la respuesta a una cuestión planteada por un escriba, un letrado, un especialista de la Ley. Este dato es importante, porque aquél que hace la pregunta se verá irremediablemente implicado en el relato parabólico. La pregunta es de una simplicidad asombrosa; el jurista pregunta ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? aparentando así una ignorancia inexplicable. ¿Cómo puede alguien que se ha hecho especialista de la Ley, es decir, conocedor detallado de la voluntad de Dios para el ser humano, hacer esta pregunta tan elemental? La justificación única de esta pregunta es la aseveración del evangelista: le preguntó para ponerlo a prueba. Por eso la respuesta de Jesús hace inmediata referencia a la Ley y le pide al letrado una recitación de memoria del mandamiento principal del amor a Dios y al prójimo. El escriba, de esta manera, termina respondiéndose a sí mismo, mostrando así que solamente pregunta para ponerlo a prueba. La insistencia del escriba en la controversia, le hace plantear la pregunta medular: ¿Y quién es mi prójimo?

 

Jesús responde con la parábola. Hemos de fijarnos en los personajes que actúan en ella. Se trata de tres personajes principales y algunos secundarios. Los personajes secundarios son los bandidos, de quienes no sabemos más que su acción malvada: asaltar, desnudar y golpear a un viandante, y el dueño de la posada, que aparecerá hasta el final. Los personajes primarios son el sacerdote, el levita, el samaritano y, desde luego, el hombre malherido en el camino. La víctima no es descrita más que por la desamparada situación a la que ha sido sometido en el atraco. Los otros tres personajes, en cambio, son descritos por su cualificación religiosa. Los dos primeros (el sacerdote y el levita) son miembros de la familia sacerdotal. Por razones que no vale la pena comentar aquí, había cierta rivalidad entre ellos, pero eso no obstaba para que ambos se supieran y sintieran como miembros de la casta sacerdotal, de la tribu elegida por Dios para el culto. A ello se refería la Biblia Española cuando traducía levita por “clérigo”.

 

Los miembros de la tribu de Leví se especializaron desde antiguo en la función cúltica en un proceso creciente de exclusividad. La familia sacerdotal tenía entre sus funciones la de instruir al pueblo acerca de la Palabra y voluntad de Dios. Así lo menciona Mal 2,6-7: Una doctrina auténtica llevaba en la boca y en sus labios no se hallaba maldad; se portaba conmigo con integridad y rectitud y apartaba a muchos de la culpa. Labios sacerdotales han de guardar el saber y en su boca se busca la doctrina, porque es mensajero del Señor de los Ejércitos. Por oficio, pues, los miembros de la tribu sacerdotal debían ser conocedores y transmisores de la Ley, es decir, de la voluntad de Dios para el pueblo.

 

El samaritano, en cambio, era un hereje. Más que por la hibridez racial, los samaritanos eran despreciados por los judíos debido a su heterodoxia religiosa. La consecuencia reprobable de la mezcla con los colonos mesopotámicos traídos en el 721 por los asirios, era precisamente el sincretismo religioso a que habían llegado los samaritanos. Habían llegado, incluso, a tergiversar la letra de la Ley, cambiando las menciones del templo de Jerusalén por el templo de Garizim y alterando algunas prescripciones del Pentateuco. De manera que si la Ley era el medio privilegiado para conocer la voluntad de Dios, lo que él quiere para su pueblo, podía asegurarse que los samaritanos serían los últimos en conocerla, porque eran ignorantes de la Ley.

 

En esto radica la fuerza demoledora de la parábola. En el relato de Jesús, los dos miembros de la familia sacerdotal pasan de largo frente al herido que yace tirado en el camino. El hereje, en cambio, se detiene a socorrerlo. Hasta aquí la parábola pareciera hacer alusión solamente a la bondad o maldad de las personas en cuestión. Pero la crítica de Jesús va mucho más allá. Al continuar el diálogo con el especialista de la Ley, Jesús le pregunta: ¿Qué te parece? ¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos? , es decir, ¿cuál de los tres interpretó correctamente el mandamiento que tú me repetiste de memoria al principio de nuestra conversación? Porque el mandamiento del amor no es una cuestión de preceptos legales, sino de compasión por el prójimo. La pregunta inicial del escriba aparece como radicalmente equivocada: no es trata de averiguar quién es mi prójimo, sino de preguntarme cómo puedo hacerme prójimo de los demás, especialmente de aquellos caídos en desgracia.

 

Así, la parábola del buen samaritano propone un criterio distinto de la Ley para el conocimiento de la voluntad de Dios: el hermano tirado en el camino. Esto hace decir, con extraordinario acierto, a un teólogo latinoamericano: “En realidad, lo que Jesús ha hecho ha sido intercalar entre la pregunta del legista y la respuesta de Jesús, una cuestión hermenéutica... así, en lugar de responder acerca de quién es mi prójimo según la Ley, responde acerca de a quién debo hacer prójimo antes de consultar la Ley. Por eso, de un modo que no puede sino escandalizar en Israel, el único que acierta con la respuesta correcta es el que no conoce la Ley... pero lleva dentro de sí un criterio hermenéutico más certero, aunque más arriesgado que el conocimiento de la letra legal: la opción por el pobre, la piedad por el necesitado. Desde esa posición, y sólo desde ella, se puede acudir a la Ley y entender lo que significa como norma”[10].

 

Queda claro, pues, que por encima de la Ley escrita, y antes de acudir a ella, el ser humano es responsable ante Dios de la compasión hacia el hermano necesitado. Es el hermano tirado en el camino, y no la Ley, el criterio último para comprender la voluntad de Dios. Este criterio deberá ser aplicado siempre que haya que discernir qué es lo que Dios quiere de nosotros.

 

C. Favorecer siempre a los más pequeños

 

Otro rasgo característico de Jesús en los evangelios es su escandalosa preferencia por los más pequeños, entendiendo por éstos aquéllos que quedan fuera del esquema de aceptación social promovido por los fariseos y convertido en norma para el trato con los demás en Israel.

 

En efecto, una de las mayores causas del conflicto entre Jesús y los fariseos, que mantenían el control ideológico de las masas a través de la dirección de las sinagogas, era su actitud de relacionarse con preferencia con los pobres y pecadores. Jesucristo, que convirtió a los fariseos en el blanco de sus más duros ataques, se oponía a ellos porque los consideraba los responsables de haber deformado la religión de Israel y de haberla vuelto contraria a sus raíces iniciales. La dureza de corazón de los fariseos, tantas veces denunciada por Jesús, se traducía en una insensibilidad frente a las necesidades del prójimo, pretextando preceptos divinos. El enfrentamiento con los fariseos en este plano constituyó la acción política más subversiva de Jesús, porque estaba dirigida a desmontar el mecanismo ideológico con el que las autoridades de Israel mantenían el estado de marginación a que estaban sometidos los pobres, los enfermos y los pecadores y atacaba de manera radical una mentalidad que hacía a Dios cómplice y razón de la opresión del ser humano, infundiendo en los mismos pobres una concepción de la religión que terminaba siendo un instrumento de dominación en beneficio de los poderosos de Israel.[11]

 

La llamada de Mateo (Mt 9,9-13 y par.) da pie a una de las críticas fariseas más fuertes en contra de Jesús. Aceptando que el mundo está dividido, según la ideología farisea, en dos grandes grupos: opresores y oprimidos, y dejando de lado todavía la feroz crítica que hará más tarde a la justificación teológica de esta división, Jesús muestra, de manera clara, la escandalosa preferencia de Dios por los “injustos” y “pecadores”, es decir, los oprimidos.

 

Hay una serie de parábolas que expresan esta preferencia de Dios por los pobres. Traeremos aquí a colación la parábola de los invitados al banquete, según la versión lucana (Lc 14,15-24). Hay dos grupos de personas en la parábola. El primer grupo son los invitados por derecho. La condición de “amigos especiales” de dueño de la viña nos permite identificar a este primer grupo con las autoridades religiosas de Israel. Efectivamente, los especialistas de la Ley, los supuestos “justos”, deben ser los invitados por excelencia. Están tan seguros de que la fiesta ha sido hecha para ellos, que se sienten con derecho de desplazar su llegada. Al fin, que el que hace la fiesta tendrá que esperarlos. Esta seguridad los pierde.

 

El segundo grupo, en cambio, está representado por los pobres, cuya condición social es descrita largamente. Pero, contra toda la lógica social, son ellos y solamente ellos los que gozaron del banquete. Si la versión de Mateo (22,1-10) le aumenta un final que no tiene la de Lucas, al colocar al anfitrión sacando a uno de los invitados por no traer vestido de fiesta, esto solamente demuestra que lo escandaloso de la preferencia del dueño por los pobres sacudió la misma conciencia del autor del evangelio mateano. La misma violencia que resiente la composición del relato mateano en los últimos versículos, es un signo de la añadidura posterior de Mateo.

 

Parece, pues, que para Jesús los preferidos de Dios son todos los pobres, aunque sean pecadores. Esta preferencia de Dios por los débiles y los pequeños, se manifiesta en muchas otras parábolas, entre las que sobresale la parábola lucana del rico banquetero y del pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Esta parábola es, quizá, una de las más pintorescas y conocidas de todo el evangelio de Lucas. La escena es relatada por Jesús con exquisitos detalles: el vestuario del rico es descrito en todo su lujo y solamente faltó que Jesús nos diera la lista de los manjares que llenaban la abundante mesa de aquel acumulador de bienes materiales.

 

Por su parte, el pobre Lázaro es también pintado con detalles sobresalientes: su cuerpo yacente a la entrada de la casa del rico, el hambre que le hace desear, como en un sueño lejano, las migajas que caen de la mesa del rico y los perros lamiendo su cuerpo purulento de llagas, nos muestran la terrible indigencia que, de manera por demás escandalosa, convivía simultáneamente con la riqueza descrita líneas anteriores.

 

Jesús no habla de la “pobreza” en abstracto, sino de aquellos pobres con los que él trata mientras recorre las aldeas. Familias que sobreviven malamente, gentes que luchan por no perder sus tierras y su honor, niños amenazados por el hambre y la enfermedad, prostitutas y mendigos despreciados por todos, enfermos y endemoniados a los que se les niega el mínimo de dignidad, leprosos marginados por la sociedad y la religión. Aldeas enteras que viven bajo la opresión de las élites urbanas, sufriendo el desprecio y la humillación. Hombres y mujeres sin posibilidades de un futuro mejor. Por eso, para proclamar su misericordia de una manera más sensible y concreta, Jesús se dedicó a algo que Juan el Bautista nunca hizo: curar enfermos que nadie curaba; aliviar el dolor de gentes abandonadas, tocar a leprosos que nadie tocaba, bendecir y abrazar a niños y pequeños. Todos han de sentir la cercanía salvadora de Dios, incluso los más olvidados y despreciados: los recaudadores, las prostitutas, los endemoniados, los samaritanos.

 

En este sentido, la parábola es verdaderamente revolucionaria: el reino que Jesús viene a anunciar cambia radicalmente la situación, porque al final del relato el pobre es encumbrado y el rico colmado de sufrimientos. Desgraciadamente, nuestra mentalidad de cristianos occidentales del siglo XXI nos ha llevado a desviar la atención hacia la suerte del rico y del pobre después de muertos, en vez de captar la sentencia condenatoria de Jesús contra la situación de escandalosa injusticia que se describe al inicio de su relato. Es como si en el cuento de la Cenicienta nos fijáramos, en primer lugar y por encima de los demás elementos del cuento, en la calidad del cristal de su zapatilla, o en el tamaño de la carroza que después habría de convertirse en calabaza.

 

La parábola del capítulo 16 de Lucas es clara para quien quiere leerla desde la perspectiva del trabajo liberador de Jesús. Aunque nosotros nos sintamos tentados a identificar al rico con un malvado opresor y descreído y veamos a Lázaro como una persona honesta y buena, la parábola no dice nada de eso. Y no lo dice porque quiere resaltar, precisamente, que las virtudes morales están en segundo plano cuando la realidad es, en sí misma, negadora de la justicia y de la igualdad que el Reino viene a proclamar. A lo mejor el rico era muy piadoso y el pobre era un bandido... podría ser. La situación, sin embargo, sigue mereciendo la condenación de Jesús y su veredicto es exactamente el mismo: el Reino viene a acabar con esa situación.

 

Si Jesús hubiera dicho que el reino de Dios llegaba para hacer felices a los justos, hubiera tenido su lógica y todos le habrían entendido, pero que Dios esté a favor de los pobres, sin tener en cuenta su comportamiento moral, resulta escandaloso. ¿Es que los pobres son mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado dentro del reino de Dios? Pero Jesús nunca alabó a los pobres por sus virtudes o cualidades. Probablemente aquellos campesinos no eran mejores que los poderosos que los oprimían; también ellos abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las deudas sin compasión alguna. Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente. Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo merezcan, sino porque lo necesitan. Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús: ¡Dios defiende a los que nadie defiende![12]

 

El final de la parábola de Jesús es importante: a la petición que el rico hace al patriarca Abrahán, de mandar a Lázaro a avisar a sus cinco hermanos para que ellos no siguieran el mismo camino, Abrahán responde: si no creen lo que está escrito en Moisés y los profetas, ni aunque resucite un muerto creerán. Extraña escuchar ciertas interpretaciones ideologizadas de la parábola del pobre Lázaro, en las que se consigue entender exactamente lo contrario de lo que Jesús quiso enseñar. Extraña, porque la preferencia por los pobres es irrebatible en el conjunto de la Revelación y, particularmente en el Segundo Testamento. Cualquier proyecto social que pretenda inspirarse en la utopía de Jesús de Nazaret, y cualquier lectura de la Escritura que se haga desde la perspectiva cristiana, tiene que tomar en cuenta esta verdad incuestionable.

 

D. El poder: un instrumento de servicio

 

En pocos tópicos es la revelación bíblica tan homogénea como en el tratamiento de la cuestión del poder. Ya desde el Primer Testamento se perfila una de las críticas más agudas al abuso de poder. Textos como el de la discusión sobre la conveniencia de la monarquía (1 Sam 8,1-22) o el del relato de la viña de Nabot (1 Re 21,1-16), muestran las alturas a las que llegó la crítica acerba y sin cuartel al poder usado como dominio. No obstante, estos textos se combinan con algunas tradiciones en exceso favorables al poseedor del poder en turno, el rey.

 

También en este caso seleccionamos dos textos del evangelio en los que Jesús nos da su opinión sobre el poder. No hay que olvidar que estos textos surgieron en medio de una controversia, a menudo de ribetes exacerbados, que existía en la comunidad cristiana: ¿cuál debe ser el trato que debemos dar al poder? ¿Somos colaboradores u opositores del régimen político? ¿No nos ha dicho Jesús que su reino “no es de este mundo”? Entonces, ¿cuál deberá ser nuestra posición frente a los reinos de este mundo? Hacia el interior de la comunidad cristiana también hay ejercicio de poder, ¿se trata de puestos de honor? Y la experiencia de la persecución judía y romana, ¿no tiene nada qué decir en nuestra relación con el poder y con los que gobiernan?[13]

 

El primer texto es el de Mc 10,35-45. Tiene su paralelo en Mt 20,20-28 y está colocado, tanto en Mc como en Mt, inmediatamente después del tercer anuncio de la pasión. Puede decirse que el texto se divide en dos grandes partes: la que se refiere a los puestos de honor en la gloria celeste (vv 35-40) y el cuestionamiento claro al ejercicio de la autoridad hacia dentro de la comunidad cristiana (vv 41-45), que es la parte que más nos interesa.

 

Dos cosas resaltan en la segunda parte del texto. El ejercicio de la autoridad en la perspectiva cristiana tiene su punto de referencia en la manera como se ejerce el poder en el mundo. Jesucristo denuncia en el texto el manejo piramidal del poder y la praxis nefasta de los gobernantes que oprimen y dominan. El ejercicio de la autoridad no se identifica con la opresión y la tiranía. En este sentido, la comunidad cristiana tiene la misma función que tenía Israel: ser un anti-Egipto. Así como Israel tenía la obligación de mostrar al mundo el rostro de una comunidad nueva, distinta, un pueblo de hermanos, así también ahora la comunidad cristiana está llamada a ser una comunidad en la que el poder se ejerza de manera alternativa.

 

En contraste con el poder dominador, el ejercicio de la autoridad es, en la perspectiva del reino que Jesús viene a proclamar, y del que serán testigos los discípulos, un servicio. A esto se refiere MESTERS cuando dice: “Jesús expresa la más pura tradición bíblica cuando subvierte el sistema instalado en el poder, diciendo que el verdadero poder debe ser servicio a los hermanos. Sólo así se elimina el germen de la opresión y se construye la base de una sociedad igualitaria"[14].

 

La razón fundamental de esta visión nueva del poder y del ejercicio de la autoridad, se deriva, no solamente del análisis de la manera como el mundo ejerce el poder, sino de la misión misma de Jesús, que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida por todos. De esta manera queda claro en el evangelio que ejercer el poder como servicio no es una regla libre, opcional, que pueda cumplir quien quiera hacerlo, sino que es una norma que transforma radicalmente el ejercicio de la autoridad dentro de la comunidad cristiana y que debe hacer suya, indefectiblemente, todo aquel que tenga algún poder. Este es el significado más profundo de la sentencia de Jesús: que no sea así entre ustedes.

 

Un segundo texto que puede iluminarnos acerca de esta característica del proyecto de Jesús es Mc 12,1-12, conocido como la parábola de los viñadores homicidas. Los oyentes de la parábola son, según este texto de triple tradición (Mt 21,33-46; Lc 20,9-19), el sanedrín (sumos sacerdotes, escribas y ancianos, mencionados en Mc 11,27), detentadores del máximo poder político y religioso en el judaísmo del tiempo de Jesús. Este texto muestra cómo la crítica de Jesús al ejercicio del poder molestó de tal manera a quienes lo detentaban en su tiempo, que ésta fue el origen del complot para matarlo.

 

El primer elemento común de la parábola en la versión de los tres evangelistas, es que el dueño de la viña la arrienda a unos trabajadores. Hay una alusión velada a Is 5,7: La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel. Los labradores son, pues, una autoridad intermedia, es decir, que la bondad o maldad de su poder depende de que desempeñen correctamente la función para la cual fueron destinados. En cuanto autoridades intermedias, los viñadores deben comulgar con las intenciones del dueño de la viña, pues para él trabajan. No son más que mandatarios de su patrón.

 

Esta caracterización de los labradores en la parábola hacía una alusión clarísima a los oyentes. Si la fidelidad individual a la Ley es responsabilidad de cada uno en Israel, la aplicación social de la Ley es responsabilidad de sus autoridades político-religiosas. Nuestro relato es, así, una acusación directa en contra del uso del poder que hacen las autoridades intermedias, el sanedrín: ellos quieren apropiarse de la viña. Esta parábola acusaba a sus oyentes con un índice de fuego; es como si Jesús les dijera: “ustedes han sido puestos por Dios para gobernar el pueblo de Israel; la razón de ser de su gobierno es que hagan que la voluntad del Dios de la justicia y de la igualdad, reine sobre este pueblo. Pero he aquí que Dios llega para pedir cuentas y, en lugar de encontrar una sociedad en la que su voluntad se cumple, encuentra -de parte de los gobernantes que él mismo puso- traición e incumplimiento”.

 

La verdadera sorpresa de la parábola estriba en la afirmación de que la viña será traspasada a otros. La parábola termina señalando a los nuevos destinatarios: un pueblo que sí de fruto a su tiempo. Los miembros del sanedrín entienden que la parábola va dirigida contra ellos, y quieren “echar mano” a Jesús. Así, su reacción corrobora la parábola, en la que los viñadores se convierten en homicidas. Ésta es la peor de las autodenuncias del mal uso del poder. La utilización del poder en beneficio de los gobernantes, en detrimento de su función social de servicio, queda desenmascarada en la parábola.[15] Esta parábola se vuelve también hacia nosotros con su amenaza: los cristianos somos viñadores de un reino que no nos pertenece. Tendremos que dar cuentas.

 

E. Jesús conforma una comunidad fraterna, de iguales

 

Uno de los aspectos que nos servirán para descubrir este rasgo de Jesús en el evangelio, es el de la comensalidad. Ya hemos mencionado algo al respecto de la parábola de los invitados al banquete (Lc 14,15-24), que deberemos tener presente en este apartado. Repetidas veces se menciona en el evangelio a Jesús sentado a la mesa con los pecadores, cosa prohibida en el judaísmo. Ahora nos fijaremos en las instrucciones que Jesús dio a sus discípulos, en donde se menciona el aspecto de la comensalidad.

 

Jesús abogaba, como hemos recordado al hacer alusión a la parábola del banquete, por una comensalía abierta a todos los pobres, sin excepción. Esto aparece claramente en el mandato a los misioneros, en el texto de Lc 10,1-11 al que ahora hacemos referencia. La misión que envía Jesús es una misión rural, no urbana. A eso se refiere el mandato de ir “a las casas”, mandato que se extendió después, en la reflexión pospascual, a los pueblos y ciudades; a ello también hace alusión la ausencia de alforja. Visitar las casas era la estrategia habitual de los predicadores itinerantes. Jesús quiso una misión organizada, no de manera autosuficiente, sino dependiente de la comensalía de aquellos que deberán recibir a los misioneros.

 

No se trata de limosna, sino de comensalía, de compartir la propia mesa. Los misioneros vienen a compartir el mensaje del reino y reciben, a cambio, un sitio en la mesa y en la casa. Hay una especie de igualitarismo compartido de los recursos, tanto materiales, como espirituales. Últimamente ha habido muchos estudios de antropología intercultural que nos ayudan a entender qué es un hogar compartido y una mesa común[16]. Teológicamente hablando, la comensalía es una manifestación de la presencia del reino, que ya está aquí presente, de un modo humilde, y que requiere la conversión para que se haga posible y actuante. Así, el reino se hace posible donde hay una comunidad dispuesta a compartir igualitariamente la mesa.

 

La vida errante, propia del movimiento que inició Jesús, tiene un significado sociosimbólico radical: es la representación simbólica de un igualitarismo sin intermediarios. La misma experiencia de Jesús lo confirma cuando, después de una demostración de poder en la sinagoga, cura a la suegra de Pedro en su casa (Mc 1,16-20). Más tarde, todos los enfermos se apiñan a la puerta de la casa de Pedro. Así, la casa de Pedro se convertiría en centro de mediación para acceder a las actividades curativas de Jesús y Pedro en una especie de intermediario. Lo que ocurre al día siguiente es significativo: Jesús se marcha (Mc 1,35-38).

 

Y es que la misma vida itinerante de Jesús en medio de ellos es un símbolo vivo de su libertad y de su fe en el reino de Dios. No vive de un trabajo remunerado; no posee casa ni tierra alguna; no tiene que responder ante ningún recaudador; no lleva consigo moneda alguna con la imagen del César. Ha abandonado la seguridad del sistema para “entrar” confiadamente en el reino de Dios. Por otra parte, su vida itinerante al servicio de los pobres deja claro que el reino de Dios no tiene un centro de poder desde el que haya de ser controlado. No es como el Imperio, gobernado por Tiberio desde Roma, ni como la tetrarquía de Galilea, regida por Antipas desde Tiberíades, ni como la religión judía, vigilada desde el templo de Jerusalén por las élites sacerdotales. El reino de Dios se va gestando allí donde ocurren cosas buenas para los pobres[17].

 

Este rasgo de Jesús, de formar una comunidad de iguales, se refleja de manera especial en el texto de Mt 23,1-12. Este pasaje pretende contrastar el comportamiento de la dirigencia cristiana con la dirigencia judía[18], porque denuncia la conducta de los jefes religiosos de Israel en la primera parte (2-7) y advierte cómo deben conducirse los dirigentes cristianos, en la segunda (8-12). Más que la crítica a la dirigencia judía, nos interesa a nosotros las disposiciones que Jesús da a los dirigentes cristianos.

 

Con una triple negación (no se dejen llamar...no llamen a nadie... ni se dejen llamar...) Jesús pretende enfatizar un rasgo decisivo en la futura comunidad cristiana: la exclusión de las actitudes de control y protagonismo ideológico, simbolizadas en los tres títulos criticados: maestro, padre y jefe o conductor. La actitud que deberá privar en la comunidad cristiana es, en cambio, la fraternidad (porque todos ustedes son hermanos...).

 

En otras partes del evangelio de Mateo se ve cuál es el origen de esa fraternidad exigida por Jesús: los cristianos son hermanos porque son hijos de un mismo Padre (Mt 5,16.45.48; 6,1; etc.). En medio de un mundo marcado por una ausencia de hermandad, en un sistema dominante de tipo patriarcal, Jesús invita a sus seguidores a vivir en un vínculo de fraternidad, que les haga superar todo dominio y manipulación de unos sobre otros. Donde se reconoce el señorío único de Dios, debe darse la renuncia, sin suprimir por ello al ministerio de conducción en la comunidad, a todo tipo de control ideológico y de manipulación. Esto implicará en los cristianos, según el evangelio de Mateo, un nuevo tipo de relaciones cordiales hacia el interior de la comunidad (5,21-22), una nueva manera de enfrentar los conflictos (5,23-24), una solidaridad abierta más allá de los intereses del propio grupo (5,46-48; 25,31-46), y el ejercicio de la corresponsabilidad (18,15).

 

Esta conformación de una comunidad igualitaria no es un accidente en el trabajo ministerial de Jesús. Tiene que ver también con su experiencia personal, dado que como sabemos, Jesús abandonó su familia para dedicarse al anuncio del reino de Dios. Hay que recordar que en Nazaret, como en todas las poblaciones pequeñas del medio oriente de tiempos de Jesús, la familia lo era todo: lugar de nacimiento, escuela de vida y garantía de trabajo. Fuera de la familia, el individuo queda sin protección ni seguridad. Solo en la familia encuentra su verdadera identidad. Esta familia no se reducía al pequeño hogar formado por los padres y sus hijos sino que se extendía a todo el clan familiar, agrupado bajo una autoridad patriarcal y formado por todos los que se hallaban vinculados en algún grado por parentesco de sangre o por matrimonio. Dentro de esta «familia extensa» se establecían estrechos lazos de carácter social y religioso. Compartían los aperos o los molinos de aceite; se ayudaban mutuamente en las faenas del campo, sobre todo en los tiempos de cosecha y de vendimia; se unían para proteger sus tierras o defender el honor familiar; negociaban los nuevos matrimonios asegurando los bienes de la familia y su reputación. Con frecuencia, las aldeas se iban formando a partir de estos grupos familiares unidos por parentesco.

 

En contra de lo que solemos imaginar, Jesús no vivió en el seno de una pequeña célula familiar junto a sus padres, sino integrado en una familia más extensa. Los evangelios nos informan de que Jesús tenía parientes cercanos a los que el evangelio llama hermanos que se llaman Santiago, José, Judas y Simón, y también algunas hermanas a las que dejan sin nombrar, por la poca importancia que se le daba a la mujer (Mc 6,3). Probablemente estos hermanos y hermanas están casados y tienen su pequeña familia. En una aldea como Nazaret, de más o menos 250 habitantes en total, la “familia extensa” de Jesús podía constituir una buena parte de la población. Abandonar la familia era muy grave. Significaba perder la vinculación con el grupo protector y con el pueblo. El individuo debía buscar otra “familia” o grupo. Por eso, dejar la familia de origen era una decisión extraña y arriesgada. Sin embargo llegó un día en que Jesús lo hizo. Al parecer, su familia e incluso su grupo familiar le quedaban pequeños. El buscaba una “familia” que abarcara a todos los hombres y mujeres dispuestos a hacer la voluntad de Dios. La ruptura con su familia marcó su vida de profeta itinerante.

 

Es bueno que reflexionemos en esto hoy en día en que hemos sacralizado una forma de familia como si fuera la única que hubiera existido en la historia. Jesús no aparece nunca en los evangelios defendiendo la convivencia familiar, sino apelando a un nuevo grupo humano, el de los discípulos y discípulas, que había de orientar su vida por patrones bastante alejados de los que regían a la familia patriarcal de su tiempo.

 

Había dos aspectos en las familias, al menos, que Jesús criticaría un día. En primer lugar, la autoridad patriarcal, que lo dominaba todo; la autoridad del padre era absoluta; todos le debían obediencia y lealtad. Él negociaba los matrimonios y decidía el destino de las hijas. Él organizaba el trabajo y definía los derechos y deberes. Todos le estaban sometidos. Jesús hablará más tarde de unas relaciones más fraternas donde el dominio sobre los demás ha de ser sustituido por el mutuo servicio. Una fuente atribuye a Jesús estas palabras: “No llaméis a nadie “padre” en la tierra, porque uno solo es el Padre de ustedes: el del cielo” (Mt 23,9). Y el día en que Jesús es cuestionado por sus discípulos a propósito de la discusión sobre si se puede servir a Dios y al dinero y la recompensa que recibirían los que abandonan todo por el Reino de Dios, Jesús responde: No hay quien haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos o tierras, por mí y por el evangelio, que no reciba cien veces más ahora en esta vida, en casas y hermano y hermanas, y madre e hijos y tierras, con persecuciones, y la vida eterna en el otro mundo” (Mc 10,28-30). Es decir, la nueva familia que Jesús funda no tiene padre, no está sometida a los criterios del sistema patriarcal.

 

Tampoco la situación de la mujer en la familia sería defendida por Jesús. La mujer era apreciada sobre todo por su fecundidad y su trabajo en el hogar. Sobre ella recaían la crianza de los hijos pequeños, el vestido, la preparación de la comida y demás tareas domésticas. Por lo demás, apenas tomaba parte en la vida social de la aldea. Su sitio era el hogar. No tenía contacto con los varones fuera de su grupo de parentesco. No se sentaba a la mesa en los banquetes en que había invitados. Las mujeres se acompañaban y se apoyaban mutuamente en su propio mundo. En realidad, la mujer siempre pertenecía a alguien. La joven pasaba del control de su padre al de su esposo. Su padre la podía vender como esclava para responder de las deudas, no así al hijo, que estaba llamado a asegurar la continuidad de la familia. Su esposo la podía repudiar abandonándola a su suerte. Era especialmente trágica la situación de las mujeres repudiadas y las viudas, que se quedaban sin honor, sin bienes y sin protección, al menos hasta que encontraran un varón que se hiciera cargo de ellas. Más tarde, Jesús defenderá a las mujeres de la discriminación, las acogerá entre sus discípulos y adoptará una postura rotunda frente al repudio decidido unilateralmente por los varones.

 

Como todos los niños de Nazaret, Jesús vivió los siete u ocho primeros años de su vida bajo el cuidado de su madre y de las mujeres de su grupo familiar. En estas aldeas de Galilea, los niños eran los miembros más débiles y vulnerables, los primeros en sufrir las consecuencias del hambre, la desnutrición y la enfermedad. La mortalidad infantil era muy grande. Por otra parte, pocos llegaban a la edad juvenil sin haber perdido a su padre o a su madre. Los niños eran sin duda apreciados y queridos, también los huérfanos, pero su vida era especialmente dura y difícil. A los ocho años, los niños varones eran introducidos sin apenas preparación en el mundo autoritario de los hombres, donde se les enseñaba a afirmar su masculinidad cultivando el valor, la agresión sexual y la sagacidad. Años más tarde, Jesús adoptará ante los niños una actitud poco habitual en este tipo de sociedad. No era normal que un varón honorable manifestara hacia los niños esa atención y acogida que las fuentes cristianas destacan en Jesús, en contraste con otras reacciones más frecuentes. Su actitud está fielmente recogida en estas palabras: “Dejen que los niños se me acerquen, no se lo impidan, pues los que son como estos tienen a Dios como rey” (Mc 10,14)[19].

 

F. Perdón y no violencia: reconstruyendo la realidad

 

Hay en Jesús un comportamiento complejo en relación con la violencia, por lo que hay que tratar de ahondar en su perspectiva. El Reino de Dios y su irrupción, suscita la violencia (Mt 11,12). Se trata de una violencia difícil de caracterizar (Lc 16,16) pero que Jesús no encubre. Frente al orden injusto Jesús protesta, en la línea de los profetas, con actos y palabras que los conservadores del orden estiman como violentos, dado que violan aparentemente la Ley.

 

En efecto, Jesús suprime el equívoco de una resignación cristiana ante la injusticia y marca las exigencias de la caridad. Expulsa a los mercaderes del templo (Mt 21,12; Jn 2,13-22), viola muchas de las convenciones de la religión de su tiempo, es dueño del sábado (Mc 2,28), no viene a traer una paz engañosa (Jer 6,14; Mt 10,34; Lc 12,51), introduce la división hasta en la institución más sagrada, la familia (Mt 10,35) y se alza contra deberes sagrados (Lc 9,60) y sacude la normal solicitud por la integridad corporal (Mt 5,29). Pero se trata de una violación del orden, precisamente porque el orden es injusto en relación con la realidad superior del Reino de Dios. No nos extraña por es que Jesús sea comparado con el profeta Elías (1Re 19,17), violento aguafiestas. A los ojos de Dios, Jesús es un violento que viene a instaurar la paz (Ap 6,4-8; 8,5).

 

Pero Jesús se presenta a sí mismo también como manso y humilde, que triunfa sobre la violencia soportándola (1Pe 2,21-24). El cristiano ha de esforzarse por ser como su Maestro (1Pe 2,18-21; 3,14; Lc 5,9; Ap 14,12). Jesús es más radical que el Primer o Antiguo Testamento. Ante la ley del talión, Jesús exige el perdón incondicional. Hay varias órdenes de Jesús que reflejan este mandato: amar a los enemigos (Mt 5,44; Lc 6,27), no resistir al malo (Mt 5,30). Jesús asume el papel del individuo perjudicado y declara que hay que saber ser víctimas del violento. El mismo Jesús se resiste a la tentación de usar medios violentos para instaurar el reino: no convierte las piedras en panes (Mt 4,3) ni domina por la fuerza (Mt 4,8) se niega a ser revolucionario violento (Jn 6,15) y a obtener la gloria sin la cruz (Mt 16,22), declina el uso de la violencia cuando van a apresarlo (Lc 22,49) y no derrama más sangre que la suya propia. Considera que el único medio de obtener la reconciliación entre el violento y su víctima es el amor y el sacrificio, la no violencia. Por eso, los que tomen la espada, a espada morirán (Mt 26,52). Es lo contrario al espíritu de Jesús la devolución del golpe a los samaritanos inhospitalarios (Lc 9,54). Cuando Jesús perdona a quienes los crucifican, rebasa el ideal del siervo de Yahvé del Segundo Isaías: no se conforma con un abandono pasivo en las manos de Dios, sino que hace violencia al violento, porque apunta a la reconciliación y no a la mera superación de la violencia.

 

El texto de Mt 5,39-42 es el que ha formulado de forma más clara la invitación de Jesús a renunciar a la violencia. Su reconstrucción es anti climática y se resuelve en cuatro partes:

Si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra

Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también el manto

Si alguien te fuerza a caminar una milla, anda con él dos

Al que te pida, dale; y al que pretende de ti un préstamo, no lo esquives.

 

Decimos que es un ordenamiento anticlimático porque el mal, al que no se debe resistir, empeora crecientemente del final del texto hasta el inicio. Va de una petición desvergonzada, pasa por la coacción mediante la amenaza de un proceso judicial, hasta llegar a la violencia descarada. Esta formulación refleja el lenguaje provocador característico de Jesús y su mensaje radical en lo que se refiere a la renuncia a la violencia.

 

La cuarta y última sección habla de dinero. Se adivina la presión del prestatario al prestamista y un cierto abuso, porque el devoto no puede exigir intereses. Es una pretensión, pues, no incorrecta, pero si desagradable, que pone al que va a prestar entre la espada y la pared. Lo mismo ocurriría, si el que pide fuera un mendigo. La tercera sección habla de la coacción. Se trata del poder romano de ocupación que consigue préstamos personales y servicios mediante el chantaje. Las cohortes romanas se adjudicaban el derecho de obligar a un judío a hacer de guía o transportar gratuitamente las cargas de los romanos.

 

En el caso de la segunda sección, el asunto es más grave. A alguien se le quiere privar de la única túnica que posee. Se le amenaza con un pleito, como el cobro de una fianza. Tiene este texto enfrente la prohibición de Ex 22,25. Jesús afirma que hay que dejar que te quiten la túnica e, incluso, darle el manto. Finalmente, en el vértice del anticlímax está la violencia descarada, brutal. Se trata de una ofensa grave porque la bofetada se estrella contra la mejilla derecha, es decir, se propina con la parte externa de la mano, no con la cara interna. El golpe con el dorso es, además de doloroso, una ofensa considerada extraordinariamente grave. Jesús dice: deja que te ofendan de forma brutal. Se trata por tanto de una renuncia a cualquier tipo de sanción jurídica, a toda represalia. No respondas a la violencia con violencia. Pero no es una actitud pasiva: ¡haz frente a tu adversario! Responde a su coacción o a su brutalidad con una bondad avasalladora… quizá te lo puedas ganar de ese modo[20].

 

Así pues, nuestro texto presupone, no casos raros o extraordinarios, sino toda una escala de posibilidades de violencia encubierta o descarada, desde la importunidad hasta la violencia directa. De suerte que no es un texto que haya que tomarse en sentido puramente metafórico. La propuesta no es soportar pasivamente las injusticias, sino asumir una actitud altamente activa: salir al encuentro del adversario, querer hacerlo hermano. El texto es profético y provocador. Jesús prohíbe el empleo de la violencia y está convencido de que quien acepta su palabra puede vivir sin responder con violencia a la violencia, y sin el arma de las represalias.

 

La invitación a la no violencia no se dirige pues, ni a toda la humanidad en su conjunto, ni al individuo aislado, sino a esta comunidad que continúa la misión de Jesús. La llamada a la no violencia es posible vivirse allí donde un grupo o todo un pueblo cree en el Reino de Dios y se somete libremente a sus exigencias. Hay una cosa fundamental: la iglesia presta su mejor servicio a la humanidad cuando ella misma toma en serio su tarea de ser un pueblo alternativo (1Pe 2,9). Cuando ella vive públicamente según el orden de Dios, entonces es la sal de la tierra.

 

5.      El “buen vivir”: punto de contacto entre el evangelio y las culturas indígenas

 

Quisiera ir terminando ya. La propuesta de “buen vivir” de Jesús, encerrada tras la categoría teológica “Reinado de Dios” y desparramada en sus palabras, acciones, milagros, disputas, va quedando cada vez más clara. No es un recetario de acciones concretas, sino un horizonte desde el cual los seguidores del Maestro habrán de tomar sus decisiones ante los más diversos problemas a los que se enfrentarán en el futuro.

 

Los textos del Nuevo Testamento son prolijos en comunicarnos las vicisitudes por las que tuvieron que pasar los primeros cristianos. En este sentido, el libro de los Hechos de los Apóstoles va profundizando cómo la propuesta de Jesús ha de irse encarnando en un mundo plural, donde los cristianos y cristianas son una exigua minoría, y donde se va haciendo necesario que el espíritu del evangelio vaya permeando, así sea poco a poco, las estructuras del imperio. La comunidad cristiana se mira a sí misma como constituyendo un ejemplo viviente de lo que modernamente nombraríamos “el otro mundo posible”, una sociedad de contraste.

 

Hay un texto paulino que se constituye como una síntesis de lo que la propuesta de Jesús realiza ya en la comunidad cristiana y que deberá hacer presente en el mundo: la superación de todas las desigualdades. En la carta a los Gálatas (3,26-29) se nos entrega una visión global de lo que la predicación paulina considera esencial para responder de manera plena a la propuesta ética de Jesús. Se trata de tres elementos llamados a configurar a la comunidad cristiana, a contrapelo de “las apetencias de este mundo”: la inculturación (ya no hay judío ni pagano), la superación de la desigualdad social (ni esclavo ni libre) y la deconstrucción del patriarcado (ni varón ni mujer…)

 

No quiero extenderme más. Baste decir aquí que la intuición paulina, válida hasta nuestros días, concuerda con la acción de Jesús que el evangelio del Discípulo Amado nos comparte en el contexto de la institución de la Eucaristía: el lavatorio de los pies (Jn 13,2-15). La acción de Jesús desafía la mentalidad judía de su tiempo. A eso se debe, justamente, la negación de Pedro a que le sean lavados los pies: es un trabajo que no corresponde al Maestro, porque solo debe ser realizado por esclavos, esclavos extranjeros y mujeres. El asombro de Pedro es por qué Jesús se empeña en hacerse esclavo, hacerse extranjero, hacerse mujer.

 

Esta observación nos ofrece, quizá, el último rasgo que quisiera resaltar en esta ya demasiado larga exposición. El lavatorio de los pies nos invita a pensar que la superación de las tres desigualdades que señala Pablo en su texto de Gal 3, sólo puede realizarse desde la identificación  con los desiguales. Sólo haciéndonos pobres con los pobres encontraremos la vía de salida a un mundo construido para profundizar la desigualdad.

 

Las reflexiones que se verterán en este encuentro irán mostrando cómo, en una armonía que solamente puede venir de la acción del Espíritu Santo en nosotros y en nuestras culturas, se llega a una síntesis entre la propuesta de “buen vivir” de Jesús y la manera como nuestros pueblos comprenden la misma realidad: el mundo de la tierra sin males, el Sumak Kawsay. Creo que podría servir para nuestra reflexión posterior señalar, así sea de paso, algunas coincidencias:

 

1.      ¿No subrayamos en nuestra manera de aplicar la justicia en nuestras comunidades,  que más que el cumplimiento de las normas o el simple castigo al delincuente, como se hace en la justicia occidental, nuestros pueblos se preocupan por la recuperación de la armonía quebrantada? (el ser humano por encima de las leyes)

2.      ¿No subrayan nuestras viejas tradiciones y mitos que Dios nos ha hecho a todos iguales en dignidad y que en el arcoíris de la convivencia humana no hay colores que sobren ni jerarquías que hagan a unos más importantes que otros? (preferencia por los más débiles)

3.      ¿No es la rotación de cargos en las comunidades, el trabajo comunitario (tequio, fajina…) una manera nueva de ejercitar el poder, hasta lograr que el que gobierna “mande obedeciendo”? (el poder es servicio)

4.      ¿No es el rescate de la visión de nuestros abuelos y abuelas, que en Dios contemplaban con reverencia el dualismo padre-madre, varón-mujer, inspirador para la construcción de una comunidad que excluya todo tipo de discriminaciones? (Dios es pura misericordia)

5.      ¿No es la práctica del consenso comunitario practicado en nuestras comunidades, en el que las minorías encuentran también representación y voz, modelo de una convivencia en la que disminuye la violencia y se atemperan los conflictos? (perdón y no violencia)

 

Y estos son solamente algunos de los rasgos en los que evangelio y culturas indígenas parecen darse la mano. El “buen vivir”, del que Jesucristo es un testimonio referencial indispensable para la tradición de los cristianos y cristianas, encuentra eco en las más antiguas tradiciones de nuestros pueblos. Y no es casual: ya lo dice el mismo evangelio: El espíritu sopla donde quiere, y nadie sabe de dónde viene ni a dónde va (Jn 3,8).

 

 

 

Raúl Lugo Rodríguez



[1] Dei Verbum 2
[2] Lumen Gentium 8
[3] Dei Verbum 4
[4] PAGOLA José Antonio, Jesús. Aproximación histórica (PPC, Madrid 2007) p. 187
[5] Ibid p. 188
[6] Ibid p. 39
[7] Ibid p. 22
[8]Para completar el estudio sobre las relaciones de Jesús con la Ley, puede verse SCHILLEBEECKX E., Jesús, la historia de un viviente (Cristiandad, Madrid 1981) pp. 209-232
[9] Cfr. PAGOLA, Op.Cit. p. 43
[10]SEGUNDO J.L., La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret. (Sal Terrae, Santander 1991) p. 220
[11]Nadie ha tratado mejor este proceso de desmantelamiento ideológico de Jesús contra los fariseos, que SEGUNDO J.L., en El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, Tomo II, (Cristiandad, Madrid 1982). Cfr. también LUGO RODRÍGUEZ R., “Acerca de la función ideológica de los fariseos y su conflicto con Jesús” en la obra colectiva La vocación del teólogo en la iglesia. Simposio Universitario (UPM, México 1992) pp. 91-102
[12] PAGOLA, Op.Cit. p. 47
[13]La pregunta sobre el poder en la Escritura, una de nuestras particulares obsesiones, generó el libro: MACIEL - LUGO., Las Trampas del poder (Dabar, México 1994). En él hemos tratado los textos de ambos Testamentos que tienen relación con el uso y abuso del poder.
[14]MESTERS. C., Un proyecto de Dios (Dabar, México 1996)  p.24
[15]Esto hace decir a SEGUNDO J.L., "Nuevos arrendatarios, nuevas autoridades delegadas por Dios para Israel. Ello implica que, para el profeta Jesús y su enseñanza, que las autoridades religiosas y políticas existentes ya no representan a Dios. Al no sintonizar con el corazón de Dios y sus intenciones, serán destituidas con la llegada del Reino." Cfr. La historia perdida... Op.Cit. p. 214 La “intención” de Dios en el uso del poder es, sin duda, convertirlo en servicio a los demás.
[16]Cfr. CROSSAN J.D., Jesús: vida de un campesino judío (Ed. Crítica., Barcelona 1991) pp. 352-408
[17] PAGOLA Op.Cit. p. 39
[18]Me inspiro en el estudio de MACIEL DEL RÍO C., “Un acercamiento al tema de la fraternidad en el evangelio de San Mateo” QOL 13 (1997) 31-46
[19] Para los datos de la familia, ver PAGOLA Op.Cit pp. 18-20
[20] Cfr. LOHFINK G. El sermón del monte ¿para quién? (Salamanca, Herder 19) p.

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